sábado, 13 de julio de 2013

Rebelde.

La mayoría no os podríais ni imaginar lo que era estar allí encerrado. Un habitáculo de menos de dos por dos, sin luz. Sin aire. Un espacio vacío, oscuro y gris. No recordaba cómo ni por qué había entrado allí, pero allí estaba. El suelo frío me helaba los pies y el alma. Estaba sólo, y lo odiaba.
Cada día me sentaba en ese suelo a pintorrear las paredes con dibujos abstractos de todo lo que odiaba, de todo lo que amaba y de todo lo que soñaba. Me pasaba los días y las noches cavilando y paseando por aquella estrecha sala. Quizás pensaba demasiado. Sabía que en algún momento perdería la cabeza, lo único que podía hacer era esperarlo.

¿Que si pensé en el suicidio? Claro. Pero incluso para mí, eso era demasiado cobarde. Había cargado demasiado peso en los hombros, no podía cargar también con eso. Cada vez aprendía más de mis errores. Cada vez que pensaba lo hacía más de dentro hacia afuera y no al contrario. Quizás de verdad encerrarme sirviera para algo.
Casi me había acostumbrado a esas paredes que casi se habían convertido en mi únicas amigas, ellas y yo. Yo era mi única compañía. Hasta que de pronto ví aquella ventana llena de barrotes. Una pequeña ventana que parecía abrirse al exterior. ¿De donde había salido? ¿Siempre estuvo ahí? No lo recordaba, o de verdad ya había perdido la cabeza. Me acerqué con cautela a aquellos barrotes negros y me agarré a ellos.

Me aferré a aquellos barrotes como si mi vida dependiera de ello. Como si me ahogara en la inmendisas del mar y ellos fueran un salvavidas. Me orprendí de lo que vi allí fuera. Vi una multitud de personas que se alejaban de mí y de ellos mismos. Veía las calles desde arriba y cómo todas aquellas personas eran guiadas por otras en grupos, como un rebaño. Entonces me planteé si realmente no era mejor estar allí encerrado que salir fuera y que intentaran dirigirme.

Y de pronto lo vi claro. Estaba allí dentro porque no me dejaba guiar. Porque pensaba diferente. Nadie me había metido allí, había entrado yo mismo.
En ese momento decidí que ya no quería estar más tiempo allí encerrado. Quería salir, salir y pensar en libertad. Quería ser libre.

Los barrotes adheridos a mis manos comenzaron a deshacerse entre mis dedos como arena en el desierto. Las paredes de mi celda comenzaron a derrumbarse con el simple poder de mi voluntad. La voluntad de volar. Y me puse en pie tras los escombros de mi prisión, una cárcel de arena que yo mismo había construido para mí. Y salí.
Salí a un mundo gris a pensar diferente, en color. A vivir diferente. Decidí no volver a ser encarcelado nunca más por nadie solo por ser un rebelde.
Porque eso es lo que era. Lo que soy. Un rebelde.

Un rebelde de pensamiento.

Rebelde, hasta el día que muera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario