viernes, 13 de diciembre de 2013

Cutre.

Primero, decir que este texto no es mío, es un ensayo de un gran amigo mío, el Señor Cutre, que me pidió si lo podía publicar. Es una enseñanza y un mensaje de ánimo que creo que todo el mundo debería leer y por supuesto se merece estar aquí mucho más que mis propios escritos. Sin más, aquí os lo dejo, no lo dejéis pasar.

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Muchas veces a lo largo de mi vida me he encontrado ante personas que han evaluado mi trabajo, o algún fruto de mi esfuerzo, bien por decisión mía o porque la situación lo requería de esa forma y, a veces, el resultado de esa evaluación ha sido una especie de frase hecha que viene a recitar algo como: "te ha quedado bien, tío, pero lo has hecho de la forma cutre". No sólo me ha pasado a mí, sé que algunos de mis conocidos han sido víctimas de esta evaluación, e incluso alguna vez esas palabras han escapado de mi boca. En primer lugar, pido disculpas a todo aquél que haya recibido esta maldición por mi parte, y en segundo lugar, quiero decir a todo el que haya oído esa sentencia, sea de mi parte o de quien sea, que no es más que un fruto de la envidia. No es más que una acusación sin fundamento que se basa en que no has usado el método que un ser falto de habilidades mentales o motrices ideó para poder ocultar sus carencias creativas, la forma cutre de hacer algo es nada más y nada menos que el método que tu cerebro considera óptimo para alcanzar tu meta con tus conocimientos.
Existen en el mundo auténticos sabelotodo que conocen a la perfección un número altísimo de algoritmos que permiten llevar a cabo tareas que tú sabes hacer de forma natural por el "método cutre", y no contentos con intentar inculcarte a la fuerza sus enrevesadas fórmulas, se sienten superiores y pretenden hacerte sentir inferior por conocerlas y tú no. Pues bien, me encuentro escribiendo "de la forma cutre" un mensaje de ánimo a todos los usuarios de la "forma cutre", para alentaros a usarla más, perfeccionarla hasta que se crean que es uno de sus incomprensibles algoritmos, os invito a que seáis auténticos profesionales de vuestra forma de hacer las cosas. Si existe una persona en el mundo que conozca la forma exacta de hacer algo, si es que esa forma existe, seguramente esa persona sea lo suficientemente inteligente como para no difundir su método imparable, así que si alguien intenta moldearos a su parecer probablemente se trate de un fracasado que intenta guiaros hacia un camino que a él no le está funcionando. Conozco a unas cuantas personas que son buenos en lo suyo, y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que no aprendieron en dos tardes, sino en meses o años, que su aprendizaje no se trata de un escalón, sino de una larga escalera que nunca acaba y, por supuesto, que nadie consiguió convencerles de que su forma de hacer las cosas era la "forma cutre".
Rebelaos contra la dictadura del saber hacer, y por favor, haced las cosas como os salga de las narices, pero hacedlas.

Un abrazo, de un "cutre" a otro.

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lunes, 25 de noviembre de 2013

Renacer.

No recordaba bien la noche anterior, solo sentimientos, niebla. Oscuridad. Y allí estaba, sentado en un muro de piedra con el frío rodeándome y calándome. El invierno había entrado hasta el alma. No me quejaba, el frío me gusta, me daba una excusa para taparme hasta las cejas y no tener que mirar a nadie.

Un muro gris en mitad del vacío. Las olas rompían contra él como un incesante golpeteo como el de un martillo contra un yunque y su susurro era el único sonido que me acompañaba. El mar y su inmensidad ofrecían algún consuelo; me hacían plantearme lo diminuto que soy. Lo diminutos que somos y lo diminuto que coinvierte eso a mis pensamientos. Lo sé, siempre he pensado demasiado.

Perdido en mi propia mente oí unos pasos a mi derecha, débiles, suaves, casi como los de un gato, pero no hice caso. El infinito parecía acercarse y perderse en la oscuridad donde se unían el cielo y el océano, cuando el sol comenzaba a desaparecer a mi espalda y las luces de la ciudad empezaban a cobrar vida. Una sombra me tapó por un momento el brillo de una farola recién encendida, me resistí a mirar pero mi curiosidad, como siempre, me hizo girar la cara y ví como una chica que no conocía se sentaba a mi lado. El pelo rojo como la sangre brillaba como el fuego a pesar de la poca luz. Sabía que no la conocía, pero me resultaba familiar. La sentía familiar.

Se sentó a mi lado, dejando caer las piernas, mirando al infinito, como yo un momento antes, pero con una leve sonrisa. No me miró. Volteé la cabeza de nuevo y seguí mirando el mismo punto fijo en el vacío.

—¿Por qué estás aquí? —Su voz era aguda y enérgica; aunque dulce y cariñosa.

—Me gustan las vistas. —Le contesté con la mirada perdida. Realmente no pretendía parecer antipático. De forma incosciente, inexplicable, agradecía a su compañía.

—Sabes que no me refiero a eso. —Dijo, y pude notarle la sonrisa aunque no la miraba.

—Supongo que necesito soledad. —

—Sigues haciéndote el tonto. —Chica lista. Me hizo sonreir.

—Sinceramente no lo sé. No sé qué estoy haciendo. No sé hacia donde voy. —Realmente no sabía si hablaba de algo metafísico o filosófico, pero no pude evitar contestarle eso.

—¿Si no lo sabes, por qué estás así? —

De nuevo me hizo sonreir. ¿Por qué estaba preguntándome aquello? ¿Por qué le estaba contestando? Una fuerza irrefrenable me impulsaba a hacerlo, a confiar en ella.

—Estoy cansado de pensar que todo tiene una dirección. Estoy cansado de no saber nada, de que solo me intenten convencer que mi vida está en el futuro sin vivir lo que hay aquí, ahora. Estoy cansado de estar solo, que nadie parezca tenerme en cuenta ni siquiera al final de todo, de todas las cosas. De que todo lo que hago parezca no llevar a ninguna parte. Estoy cansado...

Mientras hablaba de aquello, recuerdos de la noche anterior se amontonaban en mi mente. El frío, la soledad. La paz. La muerte... La noche anterior... no había sido un sueño. De verdad había querido acabar con mi vida.
Entonces sonreí. Sabía quién era ella y por qué estaba allí.

—Eres... la muerte... Has venido a por mí.

—¿Decepcionado? —Me preguntó.

—Te imaginaba más... temible. De ti podría enamorarme. —Sonreí ante mi propio comentario.

—Lo hiciste cielo, lo hiciste. Solo soy como aquello que deseas. Dime, ¿crees en el destino?

—No, no me gusta pensar que algo, que no soy yo, controle mi vida.

La chica sonrió cuando la miré y se levantó lentamente hasta ponerse de pie a mi lado. Se sacudió el polvo de la parte de atrás de sus vaqueros y me habló mirando al cielo.

—Me caes bien, pequeño. Es hora de volver a casa.

—¿No estoy muerto?

—Sólo si quieres.


Me desperté algo sobresaltado, aunque estaba tranquilo. En paz. Como en un nuevo nacimiento.
Solo sabía que aquella noche había soñado con la muerte.

Y la había amado, como sólo se puede amar a aquello que nos mata.

lunes, 28 de octubre de 2013

Libro.

El mar está en calma y apenas se oye el rumor del agua contra el casco. La madera cruje a ratos por la humedad, la tripulación está en silencio, estamos demasiado lejos de la costa. Las aguas son profundas y oscuras debajo de nuestra nave, como un abismo que pugna por engullirnos.
Todos miramos a babor, a un costado del barco. Camino por cubierta y nadie habla, nadie se gira. Todos miramos la niebla que se acerca lentamente como el humo de una pipa. Maldición, me apetece fumar. Me tanteo la casaca hasta que encuentro mi pipa de marfil.

Fumo mientras el barco avanza a paso lento y la espesa niebla nos cubre como una madre que arropa a su hijo.
De pronto, un destello tras el tupido velo de nubes atrae mi atención. Un estruendo característico que trae el peligro llega hasta mí. Apenas me da tiempo a gritar cuando me lanzo boca bajo sobre la cubierta. Y todo queda oscuro.



 Abrí los ojos y allí estaba de nuevo. El olor a pólvora, sudor, barro y sangre plagaba la trinchera. A mi izquierda un soldado... no, un amigo, disparaba al vacío mientras yo recargaba mi arma. Las balas silbaban y restallaban a nuestro alrededor dispersando pequeñas nubes de tierra unos centímetros por encima de nuestros cascos. Gritos por doquier siembran el campo de batalla de una banda sonora tétrica y triste. Sobretodo triste.

Todos estábamos allí por un bien mayor, o eso decían. Me levanté rápidamente, para no darme tiempo para pensar, cuando de pronto vi aquel trozo de metal verde junto a mí. Una granada. Lo último que vi fue aquel destello de luz blanca.



La luz pasa de largo, cuando uno de aquellos coches negros me pasó casi rozando. Estúpido inútil. La gente no sabe conducir esos trastos. La calle está a oscuras y llueve. Puedo oír como una leve música jazz sale de un local cercano e inunda la acera hacia la que me dirijo. Me subo el cuello de la gabardina y me calo el sombrero hasta que me oculta la cara bajo la sombra que crea la luz de una farola.

El trabajo va a ser rápido. Rompo la puerta de una patada y subo con brío las escaleras, aunque sin prisa; no tiene donde ir. Cuando llego a su despacho me está esperando, con una sonrisa del que sabe lo que le espera. Le miro a los ojos, saco la pistola, y disparo. Lo siento amigo, no es nada personal.



Entonces respiro... y cierro el libro, valorando cada vez más la facilidad con la que unas cuantas palabras escritas en unas pocas hojas podía transportarme hasta todos esos mundos inalcanzables sin su ayuda.


Porque ese es el poder de un libro, su magia.
Dentro de sus páginas podemos ser quien queramos ser.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Imaginación.

Allí estaba, observándolos desde fuera, enfrascados en una batalla a muerte por la superioridad mental de cada chico.
El humo del campo de batalla apenas se dejaba asentar. Los pasos ligeros y veloces de los soldados levantaban la humareda amarillenta. Los disparos de los fusiles silvaban por todas partes buscando un objetivo, pero nadie parecía caer herido.
Algunos se gritaban entre ellos, unos dándose órdenes y otros castigándo a los que se equivocaban. El fragor de la batalla era cada vez más caótico.

Uno de aquellos chicos, rubio y menudo saltó con agilidad un banco, apuntó por la espalda a uno de sus enemigos y disparó, sin dolor ni piedad. El otro, calló abatido pero con lo que parecía una sonrisa en la cara.

Al ver como uno de sus compañeros había caido, otro muchacho, moreno y con un semblante de decisión, lanzó lo que parecía una granada. Acertó, y levantando una polvareda aún más grande, sesgó las vidas de varios enemigos.

El campo de batalla era ya totalmente un caos. Todos disparaban sin reparos y sin atisbo de compasión. No les importaba, aquella era su lucha. Una lucha que prácticamente les hacía crecer. Y todos combatían con valor y sobretodo con alegría. A muchos se les veía reir. Disfrutar.

—¡Venga, que nos vamos! —La voz de aquella mujer me sacó de mi esimismamiento. Pestañeé y allí estaban. Los muertos se levantaban del suelo. Los soldados, niños traviesos, soltaban sus palos de madera que hacían las veces de rifles. Otros se sacaban las piñas de los árboles que actuaban como granadas, de sus bolsillos. Todos se iban de aquel parque, que aquella tarde había sido su campo de batalla y todos se despedían con una sonrisa, agitando sus pequeñas manos manchadas de tierra y barro, de los que habían sido sus enemigos; esperando a la batalla del día siguiente.

Aquella tarde había presenciado una cruenta batalla. Una guerra contra la realidad.

Y aquella tarde, habían ganado los niños.

Porque no hay nada más poderoso contra la realidad que una imaginación bien entrenada.

miércoles, 17 de julio de 2013

Isla.

El arrullo de las olas me mece el espíritu y me calma. Las olas rompen en la orilla con un brillante manto de espuma blanca que me moja los pies descalzos. El agua está clara, cristalina, tanto que puedo ver destellos de plata que desprenden las escamas de los pececillos que nadan a toda velocidad.
El agua está fría, pero no me importa, porque así siento más los dedos que caminan sobre la arena. Una arena fina y clara, casi blanca, que cruje con delicadeza y me acaricia los pies mojados. Casi parece que ando sobre pan rallado. Sólo puedo ver mis huellas sobre la arena, en mi misma dirección.

Estoy volviendo sobre mis pasos cuando una sombra pasa sobre mi cabeza y la oigo. Una gaviota grande y blanca planea sobre mi cabeza soltando su familiar graznido. Y entonces, al mirar hacia arriba la luz cegadora del sol me hace cerrar los párpados, y caminar a ciegas. Este sol no quema, me arropa entre sus haces de luz como una manta en una fría noche de invierno.
También siento el viento. Una dulce melodía de susurros que una brisa fresca y delicada posa en mis oidos y me hace inspirar profunda y lentamente.
El aire me despeina y me llevo la mano a la cabeza donde noto el pelo mojado. Me he bañado en las aguas claras y me he dejado flotar entre su basta profundidad. Sí, noto los ojos levemente enrojecidos y la sal en las pestañas.

Sigo caminando por la orilla siguiendo mis propias huellas hacia ninguna parte. A mi izquierda, pequeños cangrejos cloquean y caminan ladeados en dirección a las aguas cristalinas y a mi derecha un pequeño sombrero verde, formado por multitud de plantas, corona una alta duna de arena blanca. Palmeras altas y arbustos bajos se mecen al son del viento que nos une.

Casi sin darme cuenta llego hasta un punto donde aparece otro grupo de huellas y me doy cuenta de que son mis propias huellas de nuevo. Ya le he dado otra vuelta completa a la isla.
Porque esto es una isla, mi isla.

Sin más fuerzas en las piernas, pero sin estar cansado, me dejo caer sobre la arena. Y aquí tumbado, mirando al sol con los ojos cerrados, me duermo.

...

Al abrir los ojos de nuevo, aquí estoy otra vez. Entre las mismas cuatro paredes de siempre. Con el mismo ruido infernal de la ciudad de siempre. En el mismo ordenador y con el mismo maldito trabajo de siempre.
Pero por un rato ya no me importa. Porque siempre tendré esa isla, mi isla. Puede que no sea una isla real o quizás incluso esté loco solo por imaginarlo. Pero solo pensadlo, todos podemos tener nuestra propia isla. Cerrad los ojos, y navegad hasta allí. Imaginad vuestro oasis en este mundo que nadie parece disfrutar y tumbaos a descansar.

Que mientras, yo siempre podré volver a mi isla para descansar.


sábado, 13 de julio de 2013

Rebelde.

La mayoría no os podríais ni imaginar lo que era estar allí encerrado. Un habitáculo de menos de dos por dos, sin luz. Sin aire. Un espacio vacío, oscuro y gris. No recordaba cómo ni por qué había entrado allí, pero allí estaba. El suelo frío me helaba los pies y el alma. Estaba sólo, y lo odiaba.
Cada día me sentaba en ese suelo a pintorrear las paredes con dibujos abstractos de todo lo que odiaba, de todo lo que amaba y de todo lo que soñaba. Me pasaba los días y las noches cavilando y paseando por aquella estrecha sala. Quizás pensaba demasiado. Sabía que en algún momento perdería la cabeza, lo único que podía hacer era esperarlo.

¿Que si pensé en el suicidio? Claro. Pero incluso para mí, eso era demasiado cobarde. Había cargado demasiado peso en los hombros, no podía cargar también con eso. Cada vez aprendía más de mis errores. Cada vez que pensaba lo hacía más de dentro hacia afuera y no al contrario. Quizás de verdad encerrarme sirviera para algo.
Casi me había acostumbrado a esas paredes que casi se habían convertido en mi únicas amigas, ellas y yo. Yo era mi única compañía. Hasta que de pronto ví aquella ventana llena de barrotes. Una pequeña ventana que parecía abrirse al exterior. ¿De donde había salido? ¿Siempre estuvo ahí? No lo recordaba, o de verdad ya había perdido la cabeza. Me acerqué con cautela a aquellos barrotes negros y me agarré a ellos.

Me aferré a aquellos barrotes como si mi vida dependiera de ello. Como si me ahogara en la inmendisas del mar y ellos fueran un salvavidas. Me orprendí de lo que vi allí fuera. Vi una multitud de personas que se alejaban de mí y de ellos mismos. Veía las calles desde arriba y cómo todas aquellas personas eran guiadas por otras en grupos, como un rebaño. Entonces me planteé si realmente no era mejor estar allí encerrado que salir fuera y que intentaran dirigirme.

Y de pronto lo vi claro. Estaba allí dentro porque no me dejaba guiar. Porque pensaba diferente. Nadie me había metido allí, había entrado yo mismo.
En ese momento decidí que ya no quería estar más tiempo allí encerrado. Quería salir, salir y pensar en libertad. Quería ser libre.

Los barrotes adheridos a mis manos comenzaron a deshacerse entre mis dedos como arena en el desierto. Las paredes de mi celda comenzaron a derrumbarse con el simple poder de mi voluntad. La voluntad de volar. Y me puse en pie tras los escombros de mi prisión, una cárcel de arena que yo mismo había construido para mí. Y salí.
Salí a un mundo gris a pensar diferente, en color. A vivir diferente. Decidí no volver a ser encarcelado nunca más por nadie solo por ser un rebelde.
Porque eso es lo que era. Lo que soy. Un rebelde.

Un rebelde de pensamiento.

Rebelde, hasta el día que muera.

domingo, 9 de junio de 2013

Secretos.

Niño estaba solo. Estuvo solo mucho tiempo y aprendió a estarlo. Niño vivía como en un secreto y se dió cuenta de que eso era lo mejor. Niño se percató de que ser un secreto era mejor, ya no estaba solo, se tenía a si mismo. Y así fue creciendo, buscando alguien que le descubriera.

Niño creció y se hizo Chico. Chico siguió criándose y creciendo como un secreto, aunque hubo algunos que jugaron con él a conocerse. Chico supo que ser un secreto le protegía, le escudaba. Nadie conocía del todo a Chico porque es imposible conocer un secreto en todos sus recovecos. Chico siguió creciendo y creyendo en su secreto y que a pocos se descubriría.

Chico llegó a ser Joven, un joven que poco a poco iba conociendo a más personas que le ayudaban a conocerse a sí mismo. Joven, esta vez, se dió cuenta de que él no era un secreto. Nadie es un secreto en sí mismo porque, aunque creamos que no, siempre hay alguien que nos conoce. Joven se dio cuenta de que nosotros somos una enorme obra de arquitectura construida con secretos, somos un conjunto de secretos. Joven se dió cuenta de que los secretos nos cubren, nos hacen ser como somos. Los secretos son los guijarros que construyen la montaña. Y Joven se dio cuenta de que era imposible conocer cada piedra de la montaña. Y guardó sus secretos bajo llave como un tesoro, un tesoro que no quería regalar. No se quería compartir. Temía que si quitara uno de aquellos guijarros, la montaña se desmoronaría.

Y así Joven se convirtió en Hombre. Hombre maduró guardando sus secretos en un macuto cerrado que cargaba en la espalda. Creció dándose cuenta de que aquellos secretos que tanto había valorado en otra época, ahora los cargaba con pesar. Igual que existen secretos que nos protegen, secretos que nos hacen fuertes, hay muchos secretos que nos debilitan y nos cansan. Hay secretos que se extienden como un veneno, que crecen y se extienden como una hiedra que quiebra un muro. Hay secretos que son como un veneno.
Hombre empezó a extender sus secretos y valoró cuanto le gusta intercambiarlos por otros.

Hombre entendió que no hay nada más valioso que un secreto. Una persona sería capaz de amar por un secreto, matar por conseguirlo e incluso morir por dedefenderlo. Un secreto significa confianza ciega, incluso fe. Compartir un secreto es casi un acto de amor puro.

Un secreto se puede regalar, se puede guardar o incluso vender. Los secretos nos fortalecen o nos debilitan. Los secretos nos dan vida o nos destrozan. Pocas cosas hay tan valiosas y poderosas como un secreto.

Siento una enorme debilidad por los secretos.

sábado, 25 de mayo de 2013

Romance.

¿Qué es para mí un romance? Se me ha planteado esta pregunta, y me he dado cuenta de que no se puede explicar con pocas palabras.

Un romance es conocerla, o querer conocerla. No por su aspecto, como viste, si tiene un cuerpo o unos ojos bonitos; si no por una mirada, una sonrisa o una palabra.
Romance es seguirla con la mirada allá donde vaya porque me hipnotiza con cada gesto. Es desear verla porque es casi una obsesión sana, una alegría continua, una motivación. Observarla en silencio aunque ella ni siquiera sepa que existo.
Romance es cuando me acerco y se acerca y la electricidad me eriza los vellos de la nuca. Cuando no solo es una simple y vulgar atracción sexual, sino, aun más, una atracción mental.
Romance es cuando sé que mataría por estar con ella y que no me importaría morir por defenderla. Morir si ella me lo pidiera.
Romance es querer compartirlo todo. Disfrutar de lo que me gusta con ella tanto como disfruto viéndola disfrutar conmigo de lo que a ella le gusta.
También es cuando sabes que me voy a tener que disculpar con mis amigos, aunque sepa que me perdonarán, por querer pasar más tiempo con ella que con ellos.

Es cuando ella es lo único que importa. Cuando, aunque en el fondo sé que nada es para siempre, quiero vivir un "para siempre" encerrado en cada minuto. Cada segundo.

Cuando hago cualquier cosa por ella sin necesidad de que me lo pida, porque reconozco cada tono de su voz, cada mirada. Porque sé distinguir sus tipos de sonrisas tanto como sé diferenciar sus tipos de lágrimas.

Es cuando ella es mi arma y mi munición.



Eso es para mí un romance. Quizás sea anticuado, obsoleto o cursi o excesivamente romántico. Pero ¿sabéis qué? que no me importa. Podéis decir lo que queráis, podéis criticarme cuanto os plazca, me da igual.

Yo solo espero a alguien a quien dedicarle todo esto.

domingo, 12 de mayo de 2013

Tinta.

Creía que aquello me ayudaría, que me desahogaría. Era bastante tarde, o eso creo, porque en cuanto el sol desaparecía desaprendía a calcular las horas y las noches se convertían en un viaje a través de un túnel del que nunca parecía verse el final. No se oían coches ni personas, solo algún maullido lejano y las hojas vencidas por el viento, arrastradas por el asfalto.
El muro de mi balcón estaba frío, aunque había estado recibiendo la luz del sol durante toda la tarde. Escalofrío desagradable, como premonitorio de que algo malo iba a pasar, me recorrió la columna y decidí entrar. Ya había fumado bastante.
Mi cuarto estaba a oscuras, absorvido por la negrura. Casi me instaba a que cerrara los ojos e intentara dormir, pero sabía que eso no pasaría. Me dirigí a la mesa y encendí el flexo. La luz cálida me cegó un momento hasta que mis ojos se habituaron a la iluminación. Estaba envuelto en mi halo de luz naranja como una antorcha en mitad de una cueva. Me senté en mi silla. Estaba dura, era vieja y un poco incómoda, pero era mi silla. Ya la había hecho a mi cuerpo.

¿Y ahora qué?

No sabía qué hacer, como cada noche. Intenté leer un poco, pero hasta el olor de las páginas me resultaba amargo. Así que cerré el libro y lo aparté, intentando alejar aquellas palabras que no hacían sino recordarme mi odiada falta de inspiración.
Decidí enfrentarme a eso con decisión, casi me sorprendí de ello. Me agaché, cogí una hoja en blanco y me la puse delante. Alargué la mano y agarré el lápiz. Qué peso tan extraño fue el de aquel trozo de madera. ¿Tanto hacía que no sostenía uno? No lo recordaba y no me importaba.
La punta de carboncillo tembló durante un momento a unos milímetros del papel... y nada.
No salía nada.

Cerré los ojos, inspiré profundamente y rallé el papel como quien intenta rajar un viejo recuerdo.

 Me enfurecía. No sabía por qué. Antes era capaz de crear historias, darle vida a personas inventadas y ahora no salía nada.
Respiraba entrecortadamente, inmerso en mi propio enfado, cuando noté algo caliente en la mano. Algo viscoso. Me miré la mano. Sangre. Al llevármelo a la nariz para olisquearlo y verlo mejor me di cuenta de algo. No era sangre, lo había confundido con la poca luz, y supongo que por el cansancio; era tinta. Manaba a borbotones y poco a poco iba invadiendo mi escritorio como la lava de un volcán. Busqué la fuente nervioso. No había tintero derramado ni bolígrafo roto. Salía del papel.
Los rallajos que había hecho a la hoja se habían convertido en unas cicatrices profundas y de ellas brotaba ese líquido negro de olor fuerte. ¿Qué había pasado? No lo entendía.
Intenté inútilmente taponar aquella herida, pero nada servía cada vez había más y el suelo se teñía de negro. Cada vez salía más y el cuarto se inundaba más y más, hasta que la tinta me llegaba al cuello.
Todo aquel amor que yo sentía por un papel en blanco y ese olor característico se había vuelto contra mí... y ahora me ahogaba, hasta que lo vi todo negro...

Cuando abrí los ojos de nuevo allí estaban. Las tres rallas negras sobre el papel blanco. Y nada más.
Entonces lo entendí. No estaba falto de inspiración, sino que tenía tanto veneno y tanta negrura que luchaba por salir que se bloqueaban entre ellas al intentar escapar.

Decidí dejarlo, al menos por esa noche. No era noche para ahogarse con la propia inspiración.

martes, 7 de mayo de 2013

Solo.

Estoy solo. Aún tengo los ojos cerrados, pero algo me lo dice. La falta de peso a mi lado o la frialdad de las sábanas, no es algo seguro, pero lo sé. Huele a rancio, con una mezcla de sudor, tabaco y lejía barata, en parte me gusta. El sonido de una gotera atrae mi atención. Es un sonido metálico una vez y a madera la segunda. Metálico, madera, metálico, madera... Un momento, no sé cuanto llevo así. El ruido de los coches al pasar de fondo crea un marco gris a mi alrededor. Intento oír, pero no hay nada más. Ni una señal más de vida.
Palpo con la mano el algodón áspero de las sabanas. Está raído y viejo. Húmedo. Creo que he sido yo, es mi propio sudor. Muevo el brazo tentando sobre la tela, pero no hay nada, solo un hueco vacío. Frío. Estoy solo. Me acaricio el pecho un momento. No llevo camisa y estoy seco aunque algo pegajoso, debe ser por el sudor, pero ¿por qué he sudado? Espera un segundo, no sé donde estoy.

Abro los ojos lentamente y el brillo y calidez de la luz del sol me ciega un momento. No tengo ni idea de cuanto hace que cerré los ojos, ni siquiera sé si llegué a dormirme. Solo veo un techo de madera, alto y quebrado. Una bombilla se mece sobre mi cabeza junto a una mancha de humedad. No reconozco el lugar.

Me levanto con lentitud. La habitación es pobre. Destrozada, casi abandonada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cúando? No consigo recordarlo. Estoy sentado sobre el colchón que chirría. Suena como un maldito gato. Gato... Recuerdo aquellos ojos. Ojos de gato. Maldita sea... me duele la cabeza. Me toco la sien derecha, está húmeda. Me miro la mano y solo es agua, o sudor. Ahí esta la gotera. Una gota al cabecero de hierro; metal. Otra al suelo; madera.
Mis pasos son lentos, no sé a donde ir. Estaba con alguien, eso seguro. Miro a mi alrededor y veo en el suelo hay una camiseta negra. Creo que es mía y me agacho a recogerla. Me la pongo y distingo que de ella cae un coletero. Me paso la mano por el pelo. Yo no necesito coletero. Me agacho de nuevo a recogerlo con un crujido de rodilla como banda sonora; me duele. Me llevo el coletero a la nariz como un perro que busca su presa. El olor me embriaga y lo recuerdo. La recuerdo a ella. Sí... era preciosa. Recuerdo su pelo y sus ojos claros... Y cómo se movía... una escalofrío me recorre la espalda. ¿Donde está? No hay nadie, estoy solo.

Decido salir a buscarla, no podía perderla. Otra vez no. ¿Otra vez? no recuerdo eso. ¿La perdí ya antes? Casi como un zombie salgo a la calle y el bullicio me arrastra. No la veo. La busco a tientas con la mirada perdida entre la multitud, pero no la veo.

Un momento, la gente se separa casi por inspiración conjunta, o me lo estoy imaginando. Allí está, la veo entre la gente como un oasis en mitad del desierto. Echo a correr hacia ella.

La persigo corriendo aunque parece que voy a cámara lenta. ¿Por qué no la alcanzo? Ha empezado a cruzar la calle y sigo corriendo. Intento gritar pero no oigo mi voz. Está en peligro. No, yo estoy en peligro. No puedo perderla. Salto a la carretera y oigo un pitido. Casi me atropellan. ¿Qué coño me pasa?

La busco de nuevo y allí está, cruzando como si nada. Otro pitido pero esta vez viene directo hacia mí. No puedo quitarme y cierro los ojos. Un frenazo. Un golpe.

Parpadeo lentamente y me toco el cuerpo. Estoy bien pero ¿qué ha pasado? Miro a mi alrededor. Allí está ella. Tirada en el suelo. El coche la ha atropellado... y después nada. La oscuridad me absorbe.

Despierto en mi cama y estoy sudando. Ella no existe, y lo entiendo, es sólo mi sueño atropellado. Palpo a mi lado... estoy solo.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Paseo.

Me gusta salir a pasear. Andar sin rumbo solo con música y mis pensamientos. Realmente es el único momento que tengo para pensar. O quizás sea el único momento en el que no lo hago.

Paseo por donde me llevan mis pasos, observando el mundo que me rodea, y cada vez me doy más cuenta de que no me disgusta tanto. Ando por el paseo marítimo con una banda sonora elegida al azar y el mar como escenario de fondo. Huele a sal y a arena mojada. Me percato de que chispea, pero no me molesta. Me gusta. Al fin y al cabo solo es agua; o eso dicen.

Me enciendo un cigarro mientras me cruzo con gente que me mira de todas las formas. Dicen que tengo hipervigilancia, es decir, que busco constantes amenazas. Los veo a todos.
Me cruzo a ancianas que me miran como si fuera un delincuente. Como diría mi padre «un baldao». Quizás no se imaginen que estudio una carrera. Quizás no les importe para sentirse capaces de juzgarme.
También me cruzo a abuelos que pasean como yo. Ellos me miran con envidia; puede que sientan la nostalgia de la juventud. Quizás no se imaginen que me siento viejo y tengo principio de artritis en una rodilla, como algunos de ellos. Quizás no se imaginen que yo envidio su larga y, seguramente, plena vida.
Además me cruzo con padres que pasean con niños de la mano. De su mirada brota una profunda desazón, como quien teme que su hijo pueda acabar igual que yo. Puede que no se les pase por la cabeza que yo también tengo padres a los que quiero y respeto por encima de todo. Puede que no se figuren que yo sueño con poder llegar a ser padre y tener un hijo al que querer y respetar.
Después me cruzo con una chica, que pasea su perro. Es casi rubia, con el pelo a un lado de la cara, a causa del viento. Me sonríe. Puede que le haya gustado. Pero pronto me mira con resignación; sabe que no le voy a hablar. Tal vez no haya pensando que si ella me hubiera dicho algo, yo habría respondido. Puede que no se haya imaginado que cualquiera que se cruce puede ser el amor de su vida, y los dos se dejan escapar.

Camino un poco más, cada vez más lento. Una brisa fresca se me pega a la cara y me hace cerrar los ojos. Casi puedo saborearla.
El cigarro se acabó hace rato, así que me enciendo otro y me siento en un muro, a mirar el paisaje. Nubes negras. Se avecina tormenta. Sonrío porque, en definitiva, ese es mi escenario. Una pintura desdibujada de nubes grises y contaminación a la que todo el mundo hace caso omiso, porque ¿para qué hacer caso a algo que no te afecta?

Me levanto y decido volver a casa, con la mente clara, la sonrisa espesa y el corazón pesado. Llueve en mi camino de vuelta. Dicen que el agua purifica, ojalá fuera verdad.

Me gusta salir a pasear.


domingo, 17 de marzo de 2013

Lobo y Luna.

El bosque estaba oscuro. El pequeño lobo caminaba arrastrando las patas, solitario, como se esperaba de él. Caminaba en silencio, atento a todo lo que le rodeaba, desde las hojas secas mecidas por el viento helado, hasta crujido de las ramas de pino bajo sus huellas. Caminó hasta que la lengua caía a un lado de la mandíbula y jadeaba.

Entonces encontró un estrecho sendero. No entendía de donde venía, ni siquiera a dónde llevaba, pero algo en su instinto animal le hizo seguirlo. En aquel camino un grupo de corderos se le unió. Al principio los inocentes corderos temieron ante aquella bestia que nunca antes habían visto; pero al poco se dieron cuenta de que el lobezno no era peligroso. Era débil y flojo. Estaba marcado, sólo. Aquellos corderos lo repudiaron, lo marginaron porque ¿cómo iba a ser aquel animal, que parecía fiero, frágil y de virtud enclenque? Se convirtió en el lobo maltratado por corderos.
Aquel lobo, aunque había echado de menos la compañía de una raza que no existía, ahora se encontraba mejor solo.

Continuó andando sin descanso y fue creciendo. Se fue haciendo cada vez más fuerte, duro y terriblemente solitario. Anduvo y aunque cansado como antes, ahora lo hacía por dedicación y fuerza de voluntad. Entonces, entre las ramas y las hojas traslúcidas de los árboles observó unas aves. Unos pájaros que volaban en parejas y los envidió. Los envidió por poder mirar hacia abajo, y observar aquel mundo violento con desprecio. Y los envidió por volar en compañía. Y el lobo decidió no mirar hacia arriba, ni hacia abajo; solo al frente.

Pero ocurrió algo. Al haber mirado hacia arriba, el lobo vio una luz. Una luz brillante que resplandecía en lo más profundo de la oscuridad del cielo. Un círculo brillante y perfectamente blanco le observó. El lobo conoció a la Luna. Se dio cuenta de que aquella luz ahora le iluminaba el camino y echó a correr hacia ella. Corrió y corrió persiguiendo la Luna, aunque jadeara cada vez más. Los músculos le ardían y le pinchaban al bombear la sangre desde un corazón que latía con prisas. La persiguió noche tras noche y cuesta arriba, deseando volar como aquellos pájaros. Y entonces llegó a lo más alto del mundo, donde frenó de golpe haciéndole sangrar las patas. Vio claro en ese instante que jamás podría alcanzar a la Luna. Y gritó; gritó con todas sus fuerzas.

Allí aprendió a aullar, el lobo que se enamoró de la Luna.

martes, 5 de febrero de 2013

Deseos.

Desearía...
Desearía viajar por todo el mundo.
Desearía perderme en algún sitio para encontrarme yo.
Desearía saltar en paracaidas.
Desearía dormir un día entero.
Desearía encontrar a la chica de mis sueños.
Desearía que ella me encontrase a mí.
Desearía ser escritor.
Desearía escribir una novela.
Desearía que lo que ya escribo emocionase a alguien.
Desearía cruzarme E.E.U.U. en un Dodge Charger del 70
Desearía escalar una montaña.
Desearía montar un cine clásico.
Desearía tener hijos.
Desearía llegar a ser abuelo.
Desearía seguir tatuándome hasta que me hartara.
Desearía poder explicarle a cada uno de mis nietos la historia de mis tatuajes.
Desearía tener una habitación solo para mis zapatillas.
Desearía casarme en la playa.
Desearía hacerme España de punta a punta en moto.
Desearía rodar una película.
Desearía aprender a cocinar.
Desearía viajar a Disneyland con mis amigos.
Desearía vivir solo.
Desearía ser inspiración.
Desearía aprender a cantar.
Desearía poder pasar un mes en una casa, en la montaña, perdido e incomunicado.
Desearía que mi mente enamorara.
Desearía andar por la Muralla China.
Desearía viajar al espacio.
Desearía vivir sin miedo.
Desearía...

miércoles, 30 de enero de 2013

Acantilado.





—Ahí arriba en el borde de tu propio precipicio miras con añoranza aquello que una vez creíste conocer. Aquello que una vez creíste tener. Ves el cielo encapotado amenazando tormenta. Te abrigas ciñiéndote la capucha y la bufanda creyendo que así te proteges.
Lo ves como un mar oscuro  y embravecido; un lejano y profundo abismo que observas desde tu roca. Un poderoso amasijo de incertidumbre que golpea el acantilado y que, aunque te salpica de vez en cuando, te da tanto miedo como te atrae…

—Miedo no… me aterra…

—Y aun así estás deseando bañarte, lanzarte y sumergirte. Ansías con todo tu ser que sus frías aguas te bañen la piel y te dejen fluir por la fuerte corriente de las profundidades de una inmensidad desconocida...

Así, amigo mío es como vives el amor...

 —Me encantaría ahogarme en él...

—Sí, ya lo sabía.