viernes, 31 de enero de 2014

Ángel.

(Dale al play, y espero que disfrutes)



La música del gramófono flotaba por el local como el hielo de mi whiskey, y la dulce melodía del saxofón de Coleman Hawkins llegaba a todas las esquinas enmudeciendo en parte las conversaciones de otros que como yo acudían a aquel lugar a olvidar un poco el ayer, aparcar por una hora el hoy y pensar en que importa poco el mañana.

Escudando miradas bajo una gabardina y un sombrero de fieltro  y entre humos de cigarro me engañaba en parte a mi mismo pensando que cualquiera de aquellos pobres ilusos compartía algo conmigo.

Mientras saboreaba una de esas caladas en las que cierras los ojos pensando en que no puede existir nada mejor que el hecho de que te importe tan poco tu propia vida como para disfrutar con algo que te mata por dentro, el tintineo de la campanilla de la entrada me despertó de mi ensoñación.

No solía prestar atención a otros que entraban o salían, me interesaba poco. Pero un embriagador perfume llegó volando acompasando el sonido de los tacones de aquella mujer.

Allí estaba ella de nuevo. Aquellos ojos ambarinos miraban a través de mí, casi tan profundo como solo podía hacerlo uno mismo, aunque apenas me viera allí sentado auto compadeciéndome de que nada podría cambiar. Su pelo casi del color del otoño y casi liso brillaba como el cobre a la débil luz de los farolillos que colgaban de las paredes estampadas en burdeos.

Era una chica hermosa, que no pasaba inadvertida para muchos… pero a mí me había hipnotizado… me había enamorado.
Ya no recuerdo cuantas noches me pasaba observándola entre niebla de tabaco que despedían mis pulmones calada tras calada. Todo aquello casi se saboreaba como un ritual.

Cada día llegaba solo, me sentaba en un lado de la barra y le pedía al chico de todas las noches mi whiskey doble, encendía un cigarro y unos diez minutos después que se me antojaban eternos, aparecía ella para dedicarme una sonrisa como si me conociera y que yo guardaba en mi memoria, sin cuerda y oxidada, como un tesoro.

Cuanto más bebía de mi copa, más me invadía esa sensación de que a la media noche todo desaparecería y volvería de nuevo mi vida real a buscarme.

Cuando apenas quedaba el charco helado de los cubitos de hielo al fondo del vaso me despedía del camarero como si me despidiera de mi propia ensoñación. Me dirigía hacia la chica, como cada noche, dispuesto a no decirle una palabra en absoluto. No era miedo lo que lo evitaba, sino la seguridad de que, por mucho que a mí me hubiera gustado lo contrario, ella formaba parte de mi fantasía, mía, solo mía.

Mis zapatos de charol chirriaban y conducían mis pasos hacia ella, mientras la miraba a los ojos, le sonría… y pasaba de largo…




…completamente seguro, de que la próxima noche volvería a ver su cara de ángel.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Cutre.

Primero, decir que este texto no es mío, es un ensayo de un gran amigo mío, el Señor Cutre, que me pidió si lo podía publicar. Es una enseñanza y un mensaje de ánimo que creo que todo el mundo debería leer y por supuesto se merece estar aquí mucho más que mis propios escritos. Sin más, aquí os lo dejo, no lo dejéis pasar.

"

Muchas veces a lo largo de mi vida me he encontrado ante personas que han evaluado mi trabajo, o algún fruto de mi esfuerzo, bien por decisión mía o porque la situación lo requería de esa forma y, a veces, el resultado de esa evaluación ha sido una especie de frase hecha que viene a recitar algo como: "te ha quedado bien, tío, pero lo has hecho de la forma cutre". No sólo me ha pasado a mí, sé que algunos de mis conocidos han sido víctimas de esta evaluación, e incluso alguna vez esas palabras han escapado de mi boca. En primer lugar, pido disculpas a todo aquél que haya recibido esta maldición por mi parte, y en segundo lugar, quiero decir a todo el que haya oído esa sentencia, sea de mi parte o de quien sea, que no es más que un fruto de la envidia. No es más que una acusación sin fundamento que se basa en que no has usado el método que un ser falto de habilidades mentales o motrices ideó para poder ocultar sus carencias creativas, la forma cutre de hacer algo es nada más y nada menos que el método que tu cerebro considera óptimo para alcanzar tu meta con tus conocimientos.
Existen en el mundo auténticos sabelotodo que conocen a la perfección un número altísimo de algoritmos que permiten llevar a cabo tareas que tú sabes hacer de forma natural por el "método cutre", y no contentos con intentar inculcarte a la fuerza sus enrevesadas fórmulas, se sienten superiores y pretenden hacerte sentir inferior por conocerlas y tú no. Pues bien, me encuentro escribiendo "de la forma cutre" un mensaje de ánimo a todos los usuarios de la "forma cutre", para alentaros a usarla más, perfeccionarla hasta que se crean que es uno de sus incomprensibles algoritmos, os invito a que seáis auténticos profesionales de vuestra forma de hacer las cosas. Si existe una persona en el mundo que conozca la forma exacta de hacer algo, si es que esa forma existe, seguramente esa persona sea lo suficientemente inteligente como para no difundir su método imparable, así que si alguien intenta moldearos a su parecer probablemente se trate de un fracasado que intenta guiaros hacia un camino que a él no le está funcionando. Conozco a unas cuantas personas que son buenos en lo suyo, y puedo decir, sin miedo a equivocarme, que no aprendieron en dos tardes, sino en meses o años, que su aprendizaje no se trata de un escalón, sino de una larga escalera que nunca acaba y, por supuesto, que nadie consiguió convencerles de que su forma de hacer las cosas era la "forma cutre".
Rebelaos contra la dictadura del saber hacer, y por favor, haced las cosas como os salga de las narices, pero hacedlas.

Un abrazo, de un "cutre" a otro.

"

lunes, 25 de noviembre de 2013

Renacer.

No recordaba bien la noche anterior, solo sentimientos, niebla. Oscuridad. Y allí estaba, sentado en un muro de piedra con el frío rodeándome y calándome. El invierno había entrado hasta el alma. No me quejaba, el frío me gusta, me daba una excusa para taparme hasta las cejas y no tener que mirar a nadie.

Un muro gris en mitad del vacío. Las olas rompían contra él como un incesante golpeteo como el de un martillo contra un yunque y su susurro era el único sonido que me acompañaba. El mar y su inmensidad ofrecían algún consuelo; me hacían plantearme lo diminuto que soy. Lo diminutos que somos y lo diminuto que coinvierte eso a mis pensamientos. Lo sé, siempre he pensado demasiado.

Perdido en mi propia mente oí unos pasos a mi derecha, débiles, suaves, casi como los de un gato, pero no hice caso. El infinito parecía acercarse y perderse en la oscuridad donde se unían el cielo y el océano, cuando el sol comenzaba a desaparecer a mi espalda y las luces de la ciudad empezaban a cobrar vida. Una sombra me tapó por un momento el brillo de una farola recién encendida, me resistí a mirar pero mi curiosidad, como siempre, me hizo girar la cara y ví como una chica que no conocía se sentaba a mi lado. El pelo rojo como la sangre brillaba como el fuego a pesar de la poca luz. Sabía que no la conocía, pero me resultaba familiar. La sentía familiar.

Se sentó a mi lado, dejando caer las piernas, mirando al infinito, como yo un momento antes, pero con una leve sonrisa. No me miró. Volteé la cabeza de nuevo y seguí mirando el mismo punto fijo en el vacío.

—¿Por qué estás aquí? —Su voz era aguda y enérgica; aunque dulce y cariñosa.

—Me gustan las vistas. —Le contesté con la mirada perdida. Realmente no pretendía parecer antipático. De forma incosciente, inexplicable, agradecía a su compañía.

—Sabes que no me refiero a eso. —Dijo, y pude notarle la sonrisa aunque no la miraba.

—Supongo que necesito soledad. —

—Sigues haciéndote el tonto. —Chica lista. Me hizo sonreir.

—Sinceramente no lo sé. No sé qué estoy haciendo. No sé hacia donde voy. —Realmente no sabía si hablaba de algo metafísico o filosófico, pero no pude evitar contestarle eso.

—¿Si no lo sabes, por qué estás así? —

De nuevo me hizo sonreir. ¿Por qué estaba preguntándome aquello? ¿Por qué le estaba contestando? Una fuerza irrefrenable me impulsaba a hacerlo, a confiar en ella.

—Estoy cansado de pensar que todo tiene una dirección. Estoy cansado de no saber nada, de que solo me intenten convencer que mi vida está en el futuro sin vivir lo que hay aquí, ahora. Estoy cansado de estar solo, que nadie parezca tenerme en cuenta ni siquiera al final de todo, de todas las cosas. De que todo lo que hago parezca no llevar a ninguna parte. Estoy cansado...

Mientras hablaba de aquello, recuerdos de la noche anterior se amontonaban en mi mente. El frío, la soledad. La paz. La muerte... La noche anterior... no había sido un sueño. De verdad había querido acabar con mi vida.
Entonces sonreí. Sabía quién era ella y por qué estaba allí.

—Eres... la muerte... Has venido a por mí.

—¿Decepcionado? —Me preguntó.

—Te imaginaba más... temible. De ti podría enamorarme. —Sonreí ante mi propio comentario.

—Lo hiciste cielo, lo hiciste. Solo soy como aquello que deseas. Dime, ¿crees en el destino?

—No, no me gusta pensar que algo, que no soy yo, controle mi vida.

La chica sonrió cuando la miré y se levantó lentamente hasta ponerse de pie a mi lado. Se sacudió el polvo de la parte de atrás de sus vaqueros y me habló mirando al cielo.

—Me caes bien, pequeño. Es hora de volver a casa.

—¿No estoy muerto?

—Sólo si quieres.


Me desperté algo sobresaltado, aunque estaba tranquilo. En paz. Como en un nuevo nacimiento.
Solo sabía que aquella noche había soñado con la muerte.

Y la había amado, como sólo se puede amar a aquello que nos mata.

lunes, 28 de octubre de 2013

Libro.

El mar está en calma y apenas se oye el rumor del agua contra el casco. La madera cruje a ratos por la humedad, la tripulación está en silencio, estamos demasiado lejos de la costa. Las aguas son profundas y oscuras debajo de nuestra nave, como un abismo que pugna por engullirnos.
Todos miramos a babor, a un costado del barco. Camino por cubierta y nadie habla, nadie se gira. Todos miramos la niebla que se acerca lentamente como el humo de una pipa. Maldición, me apetece fumar. Me tanteo la casaca hasta que encuentro mi pipa de marfil.

Fumo mientras el barco avanza a paso lento y la espesa niebla nos cubre como una madre que arropa a su hijo.
De pronto, un destello tras el tupido velo de nubes atrae mi atención. Un estruendo característico que trae el peligro llega hasta mí. Apenas me da tiempo a gritar cuando me lanzo boca bajo sobre la cubierta. Y todo queda oscuro.



 Abrí los ojos y allí estaba de nuevo. El olor a pólvora, sudor, barro y sangre plagaba la trinchera. A mi izquierda un soldado... no, un amigo, disparaba al vacío mientras yo recargaba mi arma. Las balas silbaban y restallaban a nuestro alrededor dispersando pequeñas nubes de tierra unos centímetros por encima de nuestros cascos. Gritos por doquier siembran el campo de batalla de una banda sonora tétrica y triste. Sobretodo triste.

Todos estábamos allí por un bien mayor, o eso decían. Me levanté rápidamente, para no darme tiempo para pensar, cuando de pronto vi aquel trozo de metal verde junto a mí. Una granada. Lo último que vi fue aquel destello de luz blanca.



La luz pasa de largo, cuando uno de aquellos coches negros me pasó casi rozando. Estúpido inútil. La gente no sabe conducir esos trastos. La calle está a oscuras y llueve. Puedo oír como una leve música jazz sale de un local cercano e inunda la acera hacia la que me dirijo. Me subo el cuello de la gabardina y me calo el sombrero hasta que me oculta la cara bajo la sombra que crea la luz de una farola.

El trabajo va a ser rápido. Rompo la puerta de una patada y subo con brío las escaleras, aunque sin prisa; no tiene donde ir. Cuando llego a su despacho me está esperando, con una sonrisa del que sabe lo que le espera. Le miro a los ojos, saco la pistola, y disparo. Lo siento amigo, no es nada personal.



Entonces respiro... y cierro el libro, valorando cada vez más la facilidad con la que unas cuantas palabras escritas en unas pocas hojas podía transportarme hasta todos esos mundos inalcanzables sin su ayuda.


Porque ese es el poder de un libro, su magia.
Dentro de sus páginas podemos ser quien queramos ser.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Imaginación.

Allí estaba, observándolos desde fuera, enfrascados en una batalla a muerte por la superioridad mental de cada chico.
El humo del campo de batalla apenas se dejaba asentar. Los pasos ligeros y veloces de los soldados levantaban la humareda amarillenta. Los disparos de los fusiles silvaban por todas partes buscando un objetivo, pero nadie parecía caer herido.
Algunos se gritaban entre ellos, unos dándose órdenes y otros castigándo a los que se equivocaban. El fragor de la batalla era cada vez más caótico.

Uno de aquellos chicos, rubio y menudo saltó con agilidad un banco, apuntó por la espalda a uno de sus enemigos y disparó, sin dolor ni piedad. El otro, calló abatido pero con lo que parecía una sonrisa en la cara.

Al ver como uno de sus compañeros había caido, otro muchacho, moreno y con un semblante de decisión, lanzó lo que parecía una granada. Acertó, y levantando una polvareda aún más grande, sesgó las vidas de varios enemigos.

El campo de batalla era ya totalmente un caos. Todos disparaban sin reparos y sin atisbo de compasión. No les importaba, aquella era su lucha. Una lucha que prácticamente les hacía crecer. Y todos combatían con valor y sobretodo con alegría. A muchos se les veía reir. Disfrutar.

—¡Venga, que nos vamos! —La voz de aquella mujer me sacó de mi esimismamiento. Pestañeé y allí estaban. Los muertos se levantaban del suelo. Los soldados, niños traviesos, soltaban sus palos de madera que hacían las veces de rifles. Otros se sacaban las piñas de los árboles que actuaban como granadas, de sus bolsillos. Todos se iban de aquel parque, que aquella tarde había sido su campo de batalla y todos se despedían con una sonrisa, agitando sus pequeñas manos manchadas de tierra y barro, de los que habían sido sus enemigos; esperando a la batalla del día siguiente.

Aquella tarde había presenciado una cruenta batalla. Una guerra contra la realidad.

Y aquella tarde, habían ganado los niños.

Porque no hay nada más poderoso contra la realidad que una imaginación bien entrenada.

miércoles, 17 de julio de 2013

Isla.

El arrullo de las olas me mece el espíritu y me calma. Las olas rompen en la orilla con un brillante manto de espuma blanca que me moja los pies descalzos. El agua está clara, cristalina, tanto que puedo ver destellos de plata que desprenden las escamas de los pececillos que nadan a toda velocidad.
El agua está fría, pero no me importa, porque así siento más los dedos que caminan sobre la arena. Una arena fina y clara, casi blanca, que cruje con delicadeza y me acaricia los pies mojados. Casi parece que ando sobre pan rallado. Sólo puedo ver mis huellas sobre la arena, en mi misma dirección.

Estoy volviendo sobre mis pasos cuando una sombra pasa sobre mi cabeza y la oigo. Una gaviota grande y blanca planea sobre mi cabeza soltando su familiar graznido. Y entonces, al mirar hacia arriba la luz cegadora del sol me hace cerrar los párpados, y caminar a ciegas. Este sol no quema, me arropa entre sus haces de luz como una manta en una fría noche de invierno.
También siento el viento. Una dulce melodía de susurros que una brisa fresca y delicada posa en mis oidos y me hace inspirar profunda y lentamente.
El aire me despeina y me llevo la mano a la cabeza donde noto el pelo mojado. Me he bañado en las aguas claras y me he dejado flotar entre su basta profundidad. Sí, noto los ojos levemente enrojecidos y la sal en las pestañas.

Sigo caminando por la orilla siguiendo mis propias huellas hacia ninguna parte. A mi izquierda, pequeños cangrejos cloquean y caminan ladeados en dirección a las aguas cristalinas y a mi derecha un pequeño sombrero verde, formado por multitud de plantas, corona una alta duna de arena blanca. Palmeras altas y arbustos bajos se mecen al son del viento que nos une.

Casi sin darme cuenta llego hasta un punto donde aparece otro grupo de huellas y me doy cuenta de que son mis propias huellas de nuevo. Ya le he dado otra vuelta completa a la isla.
Porque esto es una isla, mi isla.

Sin más fuerzas en las piernas, pero sin estar cansado, me dejo caer sobre la arena. Y aquí tumbado, mirando al sol con los ojos cerrados, me duermo.

...

Al abrir los ojos de nuevo, aquí estoy otra vez. Entre las mismas cuatro paredes de siempre. Con el mismo ruido infernal de la ciudad de siempre. En el mismo ordenador y con el mismo maldito trabajo de siempre.
Pero por un rato ya no me importa. Porque siempre tendré esa isla, mi isla. Puede que no sea una isla real o quizás incluso esté loco solo por imaginarlo. Pero solo pensadlo, todos podemos tener nuestra propia isla. Cerrad los ojos, y navegad hasta allí. Imaginad vuestro oasis en este mundo que nadie parece disfrutar y tumbaos a descansar.

Que mientras, yo siempre podré volver a mi isla para descansar.


sábado, 13 de julio de 2013

Rebelde.

La mayoría no os podríais ni imaginar lo que era estar allí encerrado. Un habitáculo de menos de dos por dos, sin luz. Sin aire. Un espacio vacío, oscuro y gris. No recordaba cómo ni por qué había entrado allí, pero allí estaba. El suelo frío me helaba los pies y el alma. Estaba sólo, y lo odiaba.
Cada día me sentaba en ese suelo a pintorrear las paredes con dibujos abstractos de todo lo que odiaba, de todo lo que amaba y de todo lo que soñaba. Me pasaba los días y las noches cavilando y paseando por aquella estrecha sala. Quizás pensaba demasiado. Sabía que en algún momento perdería la cabeza, lo único que podía hacer era esperarlo.

¿Que si pensé en el suicidio? Claro. Pero incluso para mí, eso era demasiado cobarde. Había cargado demasiado peso en los hombros, no podía cargar también con eso. Cada vez aprendía más de mis errores. Cada vez que pensaba lo hacía más de dentro hacia afuera y no al contrario. Quizás de verdad encerrarme sirviera para algo.
Casi me había acostumbrado a esas paredes que casi se habían convertido en mi únicas amigas, ellas y yo. Yo era mi única compañía. Hasta que de pronto ví aquella ventana llena de barrotes. Una pequeña ventana que parecía abrirse al exterior. ¿De donde había salido? ¿Siempre estuvo ahí? No lo recordaba, o de verdad ya había perdido la cabeza. Me acerqué con cautela a aquellos barrotes negros y me agarré a ellos.

Me aferré a aquellos barrotes como si mi vida dependiera de ello. Como si me ahogara en la inmendisas del mar y ellos fueran un salvavidas. Me orprendí de lo que vi allí fuera. Vi una multitud de personas que se alejaban de mí y de ellos mismos. Veía las calles desde arriba y cómo todas aquellas personas eran guiadas por otras en grupos, como un rebaño. Entonces me planteé si realmente no era mejor estar allí encerrado que salir fuera y que intentaran dirigirme.

Y de pronto lo vi claro. Estaba allí dentro porque no me dejaba guiar. Porque pensaba diferente. Nadie me había metido allí, había entrado yo mismo.
En ese momento decidí que ya no quería estar más tiempo allí encerrado. Quería salir, salir y pensar en libertad. Quería ser libre.

Los barrotes adheridos a mis manos comenzaron a deshacerse entre mis dedos como arena en el desierto. Las paredes de mi celda comenzaron a derrumbarse con el simple poder de mi voluntad. La voluntad de volar. Y me puse en pie tras los escombros de mi prisión, una cárcel de arena que yo mismo había construido para mí. Y salí.
Salí a un mundo gris a pensar diferente, en color. A vivir diferente. Decidí no volver a ser encarcelado nunca más por nadie solo por ser un rebelde.
Porque eso es lo que era. Lo que soy. Un rebelde.

Un rebelde de pensamiento.

Rebelde, hasta el día que muera.