miércoles, 19 de diciembre de 2012

Des-libertad.


Recomiendo leerlo con esta canción. Es con la que lo he escrito.




Me desperté de pronto tras un precioso sueño, con esa sensación de haberme saltado un escalón aun anudada en el estómago. Los pies en las baldosas frías me despertaron del todo y me trajeron el mundo real. Un mundo real que no siempre es peor que el de los sueños.

Una sensación extraña me invadió como el aire frío que entra en los pulmones una tarde invernal. Una sensación que no sentía desde hace tiempo. Me sentí libre. Esa libertad me impulsó de pronto y comencé a moverme.

El Sol del amanecer se colaba por mi ventana, por la que entraba una suave brisa con olor a mar y arena mojada. El silencio reinaba por doquier. Me vestí despacio, disfrutando de cada paso como nunca antes había hecho, y curiosamente me gustaba. El tacto del interior de la sudadera. La camiseta fría en la espalda. La rugosidad de los vaqueros o la presión de los calcetines. Parece una estupidez, hasta que eres consciente de todo el proceso y de cuanto tiempo se tarda en hacerlo. Apenas unos minutos que nunca más volverán.

Decidí salir a la calle casi por impulso, quería ser consciente de mi libertad, fuera de mis cuatro paredes. Al pisar la acera el brillo del Sol me cegó un momento y cerré los ojos. La calidez de su luz me acarició la cara y me quedé allí disfrutando de aquella sensación. Sí, definitivamente quería demostrar mi libertad. Deseaba  compartirla.

Entonces abrí los ojos y me vi allí, de pie, en mitad de la acera, completamente solo. Nadie caminaba por la calle. No se oían coches ni motos, ni voces o pasos, ni gritos de niños o ladridos de perro. Absolutamente nada ni nadie. Puse atención. Quería oír algo, al menos, comprobar que no me había quedado sordo aunque no viera a nadie. Nada. Solo el rumor leve de las hojas naranjas mecidas por el suave viento.

Un miedo atroz me atenazó de golpe. Un temblor que no era precisamente de frío me agitó las manos. ¿Por qué estaba solo? ¿Donde estaba todo el mundo? Fue en ese momento cuando la sombra de la gélida soledad ensombreció mi libertad. Eché a correr. Corrí como alma que lleva al diablo. Corrí hasta que me pinchaban los pulmones y me quemaba la rodilla, lesionada hace años.

Cuando paré, desfallecido y mareado lo oí. Oí una voz, una voz que cantaba una dulce melodía. La seguí como un animal hambriento persigue el olor de la carne. Ya no me importaba nada, ni el Sol o el viento, la ropa o el sudor frío que bajaba por mi frente. Solo deseaba encontrar aquella voz. Así que eché a correr esta vez, siguiendo el rumor de aquella voz.

Al entrar en aquella sala me quedé estupefacto. Estaba partida por la mitad por una hilera de barrotes de hierro, fundidos con el suelo y el techo, con una puerta, también de barrotes, pegada a una de las paredes laterales. Y tras ellos había alguien. Era una chica morena de pelo largo, pequeña de estatura y no excesivamente delgada, tampoco cantaba especialmente bien. Era solo eso, una chica normal. Cantaba mirando a través de una pequeña ventana cuadrada, también rejada, y no me había visto entrar. Me acerqué sin decir una palabra y me dediqué a escucharla.

Un rato después la chica paró y al girarse para huir un poco del brillante Sol, me vio, con la cabeza apoyada en los barrotes mirándola hipnotizado. Al principio se sobresaltó un poco pero después me sonrió. Y qué sonrisa...

Solo entonces lo decidí. Me dirigí a la puerta y dí un tirón, y aunque pesaba demasiado, conseguí abrirla hacia afuera. No estaba cerrada, nunca lo estuvo. Entré en aquella pequeña celda, cerré la puerta detrás de mi y me senté junto a la chica. Ella me miró extrañada.

—¿Por qué entras? ¿Por qué te encarcelas a ti mismo si eras completamente libre? —Dijo con una voz suave aunque un poco ronca, como quien no ha hablado en mucho tiempo.

Entonces le sonreí y la miré directamente a los ojos.

—Prefiero compartir la esclavitud, que vivir en libertad completamente solo.

martes, 6 de noviembre de 2012

Llanto.

Cuando noto que el sueño amenaza de nuevo con no volver, después de sueños acogedores que dolían más que si fueran pesadillas, una suave brisa, fría como el hielo, me hace acudir a la ventana entreabierta arrastrando los pies y con mi mente flotando como si fuera un fantasma.

El sonido de las gotas de agua que me atrae como a un niño el de la música del flautista de Hamelín, resuenan en toda la habitación y casi sin pensar me enciendo un cigarro. Al mismo tiempo que noto como el humo me raspa la garganta siento que la leve llovizna me acaricia la mano en la que tengo el cigarrillo, y sonrío. Sonrío con la tristeza de alguien que espera que la lluvia limpie las penas.

Me acuerdo de los ojos. Aquellos ojos por los que miraba a través de una profundidad propia. Ojos que hicieron añicos mi barrera mental. Algo que no esperaba, y que hizo que mi mente se separa de mi cuerpo durante horas.

El tiempo pasa y ese semáforo que tantas veces ha simulado tardar horas en abrirme paso, ahora parecía cambiar a cada minuto. Los coches pasan a cuentagotas bajo mi ventana y solo pienso, entretanto que veo como la ciudad duerme.

Cuando solo queda la colilla entre los dedos, miro al cielo y mientras la lluvia moja mi cara como si llorara con las lágrimas que yo no dejaba salir, veo entre un hueco de las nubes rojizas una estrella que parece darme las buenas noches.

Al tumbarme en la cama de nuevo el nudo en el estómago aun no había desaparecido y oigo como la lluvia golpea los cristales con una fuerza que parecía haber estado reservando para cuando yo me hubiese quitado de su amparo, y pienso… "Llora, llora por todos nosotros."

jueves, 1 de noviembre de 2012

Tranquilidad.

Abrí los ojos despacio, cuando noté como la cálida luz del sol de invierno me acaruciaba los párpados. No recordaba haberme quedado dormido, ni haberme despertado, pero allí estaba tumbado, en un colchón excesivamente grande y frío. Me giré y bajé los pies al suelo, quedando sentado en el borde.
Noté las losas del suelo congeladas en contacto con la suela de mis pies. Suaves, casi etéreas. Todo brillaba a mi alrededor con una luz extraña, inerte. Me levanté y comencé a caminar lentamente por el pasillo, entornando los ojos.
 Había algo en aquella casa que me resultaba desconocido, era como un recuerdo difuso de mi casa real, aunque todo en ella me resultaba familiar. En mi interior sabía que aquel era mi hogar aunque una parte de mi me decía que era una casa diferente, como si estuviera en otro tiempo, en otra época.

La luz anaranjada del atardecer teñía de colores cálidos todos los pasillos y habitaciones a mi izquierda. Acaricié la pared lisa a mi derecha... no sabía por qué era cosciente de todo lo que me rodeaba. Cada imperfección las escayola de la pared, cada rugosidad en el suelo. La dulce brisa que corría por los pasillos. Todo.

Llegé al baño de azulejos blancos como si fuera la primera vez que entraba allí. Abrí el grifo cromado como por impulso, casi como si lo tuviera automatizado y dejé que el agua fría me acariciara las manos. Mis manos, de pronto observé como mismanos se veían arrugadas y con marcas del tiempo y la edad. Y por primera vez la vi. Un pequeño aro plateado me abrazaba el dedo anular. Una alianza. Nada tenía sentido. Casi asustado alcé la vista y allí me vi. El peso de toda una vida calló sobre mi espalda. El reflejo en el espejo era yo, pero no me reconocía. Bastantes canas poblaban mi habitual corte de pelo, practicamente rapado. Incluso mi barba de una semana estaba poblada de canas...

Salí del baño con parsimonia, aquello no era raro. Era lo normal. ¿Verdad? El salón aun más naranja que el resto de la casa a causa del color del toldo se encontraba como siempre. Ordenado y silencioso. Hasta que un niño apareció por la puerta.

Aquel crío me miró y sonrió de una forma que solo pueden hacer los niños. Una que te alegra la vida.
Era un niño precioso. El pelo castaño y brillante le salía en pequeños mechones despeinados y me miraba con unos ojos azules que me sonaban demasiado. Eran mis ojos. Entonces corrió hacia mí. Yo, casi por impulso me agaché, le abracé y lo alcé en brazos. Debía tener unos dos o tres años.

—Cariño despierta a papá anda. —Una voz dulce, melodiosa como el canto de un pajarillo, llegó desde lo más profundo del pasillo y de mi memoria.
—Papi ya está despierto. —Gritó el niño, con una voz casi tal dulce como la de su madre.

Comencé a andar hacia la cocina. Sabía donde estaba la cocina. Lo sabía, era mi casa. Aquel pasillo se hizo eterno, como si andara a cámara lenta.
Y al llegar, allí estaba, una mujer. Mi mujer. No demasiado alta, y con una cascada de pelo caoba callendo sobre sus hombros. Me daba la espalda.

—Hola cielo. ¿Has descansado? —Dijo sin mirarme, con un amor que me llenó de cabeza a pies e hizo que se me erizara el vello de la nuca. Como siempre.

Inhalé aire. Miré los ojos azules de mi hijo y abrí la boca para contestar.

Y entonces me desperté.

Estaba en mi cama de siempre, en mi cuarto de siempre. Me miré las manos y mostraba su habitual juventud.
Y entonces me di cuenta. Estaba solo. Solo había sido un sueño. Jamás sabría quién era aquella mujer perfecta. No sabría el nombre de mi hijo... aunque, pensándolo bien, solo era un sueño.

Solo espero que algún día ellos aparezcan, y poder sentir de nuevo tanta... tranquilidad.

lunes, 22 de octubre de 2012

Lluvia.

Aquella tarde llovía a mares. El asfalto brillaba con la luz de las farolas que se acababan de encender, comenzando a iluminar la calle en la penumbra que dejaba el atardecer. Me bajé del autobús en aquella parada al azar. Me había confundido de línea, y ahora estaba perdido en una zona de la ciudad que pocas veces había visitado. Abrí el paraguas esperando que aquellas nubes negras me dieran una tregua y no me castigaran con un agrio resfriado.
El bus se marchó, pasando delante mía, con la estela de una nube de humo que emanaba del tubo de escape. Mi reflejo en los cristales empañados que pasaban me devolvió la mirada y me vi, perdido y empapado, con un paraguas endeble que luchaba por mantenerme a salvo inútilmente.

Cuando desapareció el autobús la vi a ella. Allí estaba, de pie, en la acera de enfrente y con la lluvia anegando su cuerpo. Miraba al cielo, con los ojos cerrados, dejando que el agua le acariciara aquella cara de ángel.
Aun no se por qué, pero crucé la calle casi sin pensar. Sin mirar a los lados, hipnotizado, como atraído por un canto de sirena.

Llegué a su lado y me quedé observándola embelesado, esperando que me mirara, que repara en mi existencia. y aquel momento no llegaba. Le puse el paraguas encima quedándome yo bajo la lluvia, pero aun así ella continuó con la cabeza en alto, y los ojos cerrados. Una vez oculta a los parpados llorosos del cielo, me di cuenta de que las gotas de lluvia se mezclaban en su cara con el agua salada de sus lágrimas. Lloraba. Lloraba como nunca había visto llorar a nadie, totalmente serena, y mi propio cielo se derrumbó encima mía.

—Así vas a enfermar. —Le dije, sin esperar contestación. Ella se encogió de hombros, sin sorprenderse, como si desde el principio supiera que estaba allí.
—Un resfriado no me matará ¿no? —Contestó ella, con una voz tan angelical como su cara.
—Nunca se sabe, mejor prevenir que curar. —Le dije sin poder evitar sonreír, aunque sabía que no me veía.
Entonces bajó la cabeza y una cascada de pelo negro y completamente empapado le calló sobre los hombros y la espalda, y me miró con unos ojos del color de la miel y enrojecidos por el llanto, que me atravesaron de lado a lado.

—¿Puedo preguntar por qué lloras? —Le pregunté con sincero interés.
—Tarde, ya lo has preguntado. —Contestó ella sin una pizca de hostilidad y con indiferencia.

Y me habló. Me contó toda su historia, todo lo que le hacía feliz y todo lo que le hacía sufrir. Me habló como si yo hubiera estado en su vida siempre, como si  lo único que hubiera necesitado en su vida hubiera sido yo.
Entonces me enamoré de ella. Me enamoré como nunca me había enamorado de nadie. No me enamoré de sus ojos, o su pelo, o su cuerpo... me enamoré de ella, de su historia, de su sonrisa y de sus lágrimas. Y me dí cuenta de que sería capaz cualquier cosa por ella.

Me miró de nuevo fijamente tras un silencio. Se acercó soltando agua de sus zapatillas blancas, me quitó el paraguas de las manos, lo cerró con un movimiento y lo dejó caer en el charco bajo nosotros. Me sujetó la cara con las manos y me besó. El mundo desapareció de mi alrededor durante los segundos que su cálido beso me enmudeció.

Entonces me sonrió y sin más se fue.
Observé como se alejaba. Sin siquiera saber su nombre. Me dí cuenta de que no la conocía en absoluto, y sonreí mientras lloraba.

Ahora era yo quien miraba al cielo dejando que mis lágrimas se mezclaran con la lluvia, esperando mi autobús o a alguien que bajara de uno y que estuviera ahí para cubrirme a mí.

domingo, 14 de octubre de 2012

Enamoradizo

Aquella mañana llovía. Empujones como siempre. El autobús estaba a rebosar como cada mañana y la mezcla de sensaciones habitual flotaba en el ambiente. Las gotas que bajaban lentamente por los cristales creaban dibujos extraños en el vaho que dejaba el calor humano.
Crucé lentamente el estrecho pasillo entre los asientos, intentando no golpear a nadie con la mochila. La gorra me ocultaba parcialmente mis ojos, que como impulso se movieron, recorriendo todo el vehículo, observando todo lo que encontraban a su paso. Se detenían en pequeños detalles. Una pulsera plateada, el tecleo de un teléfono móvil, la música ahogada de unos auriculares como los míos... Sus ojos azules. Ahí estaban.
No me fijaba en detalles al azar. Aunque me negara a aceptarlo, mis ojos la buscaban. Como cada mañana, ahí estaba, sentada en el mismo sitio, con el mismo gorro de lana negro, y los mismos mechones rubios callendo a ambos lados de la cara. El mismo disco de Muse sonando a través de sus cascos.
La observé levemente durante unos segundos, casi como un ritual, hasta que ella me veía y volvía apartar su mirada hacia el cristal, sonriendo.

Mi mente casí funcionó por impulso. Pensé en qué le iba a decir. Me acercaría despacio, con decisión.
—Buenos días.
—Buenas.—Me contastaba ella, mirando aun hacia el cristal, con una voz dulce, como de sirena, aunque profunda como si viniera del fondo de una catedral .
—Perdona la pregunta así tan de sopetón, pero... ¿no te fascina como cada día, cientos... no, miles de personas, cogen el transporte público cada día y no se dirigen la palabra más que para pedir perdon o dar las gracias?
—Lo cierto es que no me lo había planteado. —Me contestaba ella mirándome por primera vez.
—Desconocidos se cruzan sin mirarse, sin intercambiar una sola palabra... ¿Por qué crees que es?
—No lo se, pero ¿a que me lo vas a decir tú? —Me diría ella creandose la primera barrera, aunque interesada sin remedio.
—Por miedo.
—¿Miedo? ¿A qué? —Ahí está. Una sonrisa. Completa atención.
—Vosotras, al ridículo. Nosotros, al fracaso, a la negativa.
—Pero si no lo intenta nadie, nadie se lleva un desengaño. —Respondía ella como si su argumento fuera lo suficientemente obvio como para que fuera irrebatible.
—No, porque el miedo es algo innato. La vergüenza o la negativa se tiene desde el principio de la incertidumbre, solo serviría para corroborar tus temores. En el peor de los casos, te quedarías igual.
—Y sin embargo tú te has acercado a hablar conmigo...
—Sí... ojalá lo hubiera hecho...

Un bache me sacó de mi ensimismamiento... de mi conversación imaginaria con aquella chica idílica que veía cada mañana. Al buscarla de nuevo desde mi sitio a tres filas de personas de distancia, allí estaba, a punto de bajarse, y lanzándome una última mirada.
Como cada día el autobús partió de su parada sin que le dirijiese una sola palabra...

Hasta la siguiente parada en la que allí se subió, como cada mañana, la chica pelirroja.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Mi clan.


Caminaba solo, con el cuerpo rígido bajo las sombras de mi propia soledad. Un bosque de hojas tardías y ramas entrelazadas presidían mi camino tapando toda luz en un mar de oscuridad. Las sombras que poblaban mi mente comenzaron a tomar formas descontroladas y tangibles. Formas que podía reconocer. Fantasmas de temores y presiones, tensiones y afrentas. Espectros del pasado flotaban junto a mí, danzando con muecas extrañas, trucándome el paso que cada día se convertía en un duelo personal conmigo mismo. Las bestias extrañas y desconocidas de mi futuro se disponían en hilera frenando mi avance con desmesurado castigo. Y los engendros de mi presente, con mi propio rostro, me cargaban los hombros de penas tardías.

Me creí vencido, arrodillado a los pies de la negrura que mi pérdida de fe había creado, cuando una luz cegadora iluminó el camino. Distinguí entre la penumbra la silueta de una persona que conocía. Un chico de baja estatura, delgado de complexión y el pelo largo con el flequillo casi cubriéndole los ojos se agachaba junto a mí ofreciéndome apoyo. Vestía túnica de mago y de su mano prendía una llama que parecía brotar de la palma. Una llama cálida que emanaba comprensión y entendimiento, lógica, sabiduría y sobretodo sentido común. Me tendió la mano y me ayudó a sobreponerme y alzarme sobre mí mismo. Me guió y me impuso una magia pronunciada en idiomas extraños que me calmó e imbuyó fuerzas para continuar.

Pero las sombras seguían ahí. Siempre estaban ahí. Me perseguían sin descanso y me atormentaban en las noches oscuras sin estrellas, en las que las pesadillas me atacaban con ojos despiertos. Las sogas negras de la pesadumbre y la desidia me aprisionaban brazos y piernas cuando un brillo metálico resplandeció en la oscuridad. El frío filo de un cuchillo sesgó mis ataduras y a mi izquierda y a mi derecha aparecieron como dos estelas oscuras, dos figuras. Delgados y ágiles, ataviadas con ropas oscuras y el rostro cubierto por capuchas negras. De pieles oscuras y barbas morenas, se interponían entre mis monstruos y yo. Me miraron con una sonrisa y me incitaron a correr junto a ellos a través del bosque velado. Me cobijaron entre las sombras llevándome hacia el futuro como una profecía de buenas intenciones cargada de rabia y orgullo.

Y aunque con las manos amigas, no tirando de mí pero sí caminando a mi lado, el miedo continuaba atormentándome. El terrible y atroz miedo. A olvidar, a pensar en no pensar, a recordar y que fuera aun más doloroso que dejar atrás y sucumbir a la soledad hasta que la edad la acepte. Un vacío que solo puede dejar el miedo me aprisionaba el pecho. Me hundía en el espeso lodazal de la traición y el abandono. Me hundía sin fin y sin tregua en unas arenas movedizas que yo mismo había alimentado con las sombras de mi propio punto de vista. Cuando el calor del abrazo de un viejo y joven amigo me devolvió a la vida y me ayudó simplemente a recordar como respirar. Al aparecer ante mí lo reconocí al instante. Ojos claros como los míos y ancho de espaldas. Se unió a mi lucha con armadura brillante forjada a golpe de martillo, yunque y realidad. Con espada templada a fuerza de lírica y corazón. Luchó espalda con espalda contra los fantasmas de mi misma realidad y las penas que me embargaban, con una fuerza como concedida a través de un deseo pedido a un dragón.

Y así codo con codo, espalda con espalda, la lucha continúa. No sin cansancio, temor o derrota. Pero nunca sin fuerza, coraje y templanza. Mi vida en sus manos con la fe ciega de que la cuidarían mejor de lo que lo hago yo mismo. Fe ciega porque ellos son mi familia. Mis maestros y mis protectores. Son mi valor y mi fortaleza. Mi clan. … mi manada de lobos… Mis hermanos… y seguiré cazando junto a ellos, en la paz o la guerra, hasta que el mundo se acabe o hasta que el infierno me lleve.

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Un relato que llevaba algunos días escribiendo. quizás sea una representación metafórica sobre mí mismo y sobre mi gente... quizás no... no lo sé.
Solo se que este relato si que va dedicado. Ellos sabrán quienes son por que hay ciertos detalles que los describen... solo espero que les guste puesto que no creo que mucha más gente lo lea... si así es me alegro, y gracias. De corazón gracias sobretodo a ellos cuatro, lo que estarán ahí, pase lo que pase... espero.