miércoles, 27 de marzo de 2013

Paseo.

Me gusta salir a pasear. Andar sin rumbo solo con música y mis pensamientos. Realmente es el único momento que tengo para pensar. O quizás sea el único momento en el que no lo hago.

Paseo por donde me llevan mis pasos, observando el mundo que me rodea, y cada vez me doy más cuenta de que no me disgusta tanto. Ando por el paseo marítimo con una banda sonora elegida al azar y el mar como escenario de fondo. Huele a sal y a arena mojada. Me percato de que chispea, pero no me molesta. Me gusta. Al fin y al cabo solo es agua; o eso dicen.

Me enciendo un cigarro mientras me cruzo con gente que me mira de todas las formas. Dicen que tengo hipervigilancia, es decir, que busco constantes amenazas. Los veo a todos.
Me cruzo a ancianas que me miran como si fuera un delincuente. Como diría mi padre «un baldao». Quizás no se imaginen que estudio una carrera. Quizás no les importe para sentirse capaces de juzgarme.
También me cruzo a abuelos que pasean como yo. Ellos me miran con envidia; puede que sientan la nostalgia de la juventud. Quizás no se imaginen que me siento viejo y tengo principio de artritis en una rodilla, como algunos de ellos. Quizás no se imaginen que yo envidio su larga y, seguramente, plena vida.
Además me cruzo con padres que pasean con niños de la mano. De su mirada brota una profunda desazón, como quien teme que su hijo pueda acabar igual que yo. Puede que no se les pase por la cabeza que yo también tengo padres a los que quiero y respeto por encima de todo. Puede que no se figuren que yo sueño con poder llegar a ser padre y tener un hijo al que querer y respetar.
Después me cruzo con una chica, que pasea su perro. Es casi rubia, con el pelo a un lado de la cara, a causa del viento. Me sonríe. Puede que le haya gustado. Pero pronto me mira con resignación; sabe que no le voy a hablar. Tal vez no haya pensando que si ella me hubiera dicho algo, yo habría respondido. Puede que no se haya imaginado que cualquiera que se cruce puede ser el amor de su vida, y los dos se dejan escapar.

Camino un poco más, cada vez más lento. Una brisa fresca se me pega a la cara y me hace cerrar los ojos. Casi puedo saborearla.
El cigarro se acabó hace rato, así que me enciendo otro y me siento en un muro, a mirar el paisaje. Nubes negras. Se avecina tormenta. Sonrío porque, en definitiva, ese es mi escenario. Una pintura desdibujada de nubes grises y contaminación a la que todo el mundo hace caso omiso, porque ¿para qué hacer caso a algo que no te afecta?

Me levanto y decido volver a casa, con la mente clara, la sonrisa espesa y el corazón pesado. Llueve en mi camino de vuelta. Dicen que el agua purifica, ojalá fuera verdad.

Me gusta salir a pasear.


domingo, 17 de marzo de 2013

Lobo y Luna.

El bosque estaba oscuro. El pequeño lobo caminaba arrastrando las patas, solitario, como se esperaba de él. Caminaba en silencio, atento a todo lo que le rodeaba, desde las hojas secas mecidas por el viento helado, hasta crujido de las ramas de pino bajo sus huellas. Caminó hasta que la lengua caía a un lado de la mandíbula y jadeaba.

Entonces encontró un estrecho sendero. No entendía de donde venía, ni siquiera a dónde llevaba, pero algo en su instinto animal le hizo seguirlo. En aquel camino un grupo de corderos se le unió. Al principio los inocentes corderos temieron ante aquella bestia que nunca antes habían visto; pero al poco se dieron cuenta de que el lobezno no era peligroso. Era débil y flojo. Estaba marcado, sólo. Aquellos corderos lo repudiaron, lo marginaron porque ¿cómo iba a ser aquel animal, que parecía fiero, frágil y de virtud enclenque? Se convirtió en el lobo maltratado por corderos.
Aquel lobo, aunque había echado de menos la compañía de una raza que no existía, ahora se encontraba mejor solo.

Continuó andando sin descanso y fue creciendo. Se fue haciendo cada vez más fuerte, duro y terriblemente solitario. Anduvo y aunque cansado como antes, ahora lo hacía por dedicación y fuerza de voluntad. Entonces, entre las ramas y las hojas traslúcidas de los árboles observó unas aves. Unos pájaros que volaban en parejas y los envidió. Los envidió por poder mirar hacia abajo, y observar aquel mundo violento con desprecio. Y los envidió por volar en compañía. Y el lobo decidió no mirar hacia arriba, ni hacia abajo; solo al frente.

Pero ocurrió algo. Al haber mirado hacia arriba, el lobo vio una luz. Una luz brillante que resplandecía en lo más profundo de la oscuridad del cielo. Un círculo brillante y perfectamente blanco le observó. El lobo conoció a la Luna. Se dio cuenta de que aquella luz ahora le iluminaba el camino y echó a correr hacia ella. Corrió y corrió persiguiendo la Luna, aunque jadeara cada vez más. Los músculos le ardían y le pinchaban al bombear la sangre desde un corazón que latía con prisas. La persiguió noche tras noche y cuesta arriba, deseando volar como aquellos pájaros. Y entonces llegó a lo más alto del mundo, donde frenó de golpe haciéndole sangrar las patas. Vio claro en ese instante que jamás podría alcanzar a la Luna. Y gritó; gritó con todas sus fuerzas.

Allí aprendió a aullar, el lobo que se enamoró de la Luna.