martes, 6 de noviembre de 2012

Llanto.

Cuando noto que el sueño amenaza de nuevo con no volver, después de sueños acogedores que dolían más que si fueran pesadillas, una suave brisa, fría como el hielo, me hace acudir a la ventana entreabierta arrastrando los pies y con mi mente flotando como si fuera un fantasma.

El sonido de las gotas de agua que me atrae como a un niño el de la música del flautista de Hamelín, resuenan en toda la habitación y casi sin pensar me enciendo un cigarro. Al mismo tiempo que noto como el humo me raspa la garganta siento que la leve llovizna me acaricia la mano en la que tengo el cigarrillo, y sonrío. Sonrío con la tristeza de alguien que espera que la lluvia limpie las penas.

Me acuerdo de los ojos. Aquellos ojos por los que miraba a través de una profundidad propia. Ojos que hicieron añicos mi barrera mental. Algo que no esperaba, y que hizo que mi mente se separa de mi cuerpo durante horas.

El tiempo pasa y ese semáforo que tantas veces ha simulado tardar horas en abrirme paso, ahora parecía cambiar a cada minuto. Los coches pasan a cuentagotas bajo mi ventana y solo pienso, entretanto que veo como la ciudad duerme.

Cuando solo queda la colilla entre los dedos, miro al cielo y mientras la lluvia moja mi cara como si llorara con las lágrimas que yo no dejaba salir, veo entre un hueco de las nubes rojizas una estrella que parece darme las buenas noches.

Al tumbarme en la cama de nuevo el nudo en el estómago aun no había desaparecido y oigo como la lluvia golpea los cristales con una fuerza que parecía haber estado reservando para cuando yo me hubiese quitado de su amparo, y pienso… "Llora, llora por todos nosotros."

jueves, 1 de noviembre de 2012

Tranquilidad.

Abrí los ojos despacio, cuando noté como la cálida luz del sol de invierno me acaruciaba los párpados. No recordaba haberme quedado dormido, ni haberme despertado, pero allí estaba tumbado, en un colchón excesivamente grande y frío. Me giré y bajé los pies al suelo, quedando sentado en el borde.
Noté las losas del suelo congeladas en contacto con la suela de mis pies. Suaves, casi etéreas. Todo brillaba a mi alrededor con una luz extraña, inerte. Me levanté y comencé a caminar lentamente por el pasillo, entornando los ojos.
 Había algo en aquella casa que me resultaba desconocido, era como un recuerdo difuso de mi casa real, aunque todo en ella me resultaba familiar. En mi interior sabía que aquel era mi hogar aunque una parte de mi me decía que era una casa diferente, como si estuviera en otro tiempo, en otra época.

La luz anaranjada del atardecer teñía de colores cálidos todos los pasillos y habitaciones a mi izquierda. Acaricié la pared lisa a mi derecha... no sabía por qué era cosciente de todo lo que me rodeaba. Cada imperfección las escayola de la pared, cada rugosidad en el suelo. La dulce brisa que corría por los pasillos. Todo.

Llegé al baño de azulejos blancos como si fuera la primera vez que entraba allí. Abrí el grifo cromado como por impulso, casi como si lo tuviera automatizado y dejé que el agua fría me acariciara las manos. Mis manos, de pronto observé como mismanos se veían arrugadas y con marcas del tiempo y la edad. Y por primera vez la vi. Un pequeño aro plateado me abrazaba el dedo anular. Una alianza. Nada tenía sentido. Casi asustado alcé la vista y allí me vi. El peso de toda una vida calló sobre mi espalda. El reflejo en el espejo era yo, pero no me reconocía. Bastantes canas poblaban mi habitual corte de pelo, practicamente rapado. Incluso mi barba de una semana estaba poblada de canas...

Salí del baño con parsimonia, aquello no era raro. Era lo normal. ¿Verdad? El salón aun más naranja que el resto de la casa a causa del color del toldo se encontraba como siempre. Ordenado y silencioso. Hasta que un niño apareció por la puerta.

Aquel crío me miró y sonrió de una forma que solo pueden hacer los niños. Una que te alegra la vida.
Era un niño precioso. El pelo castaño y brillante le salía en pequeños mechones despeinados y me miraba con unos ojos azules que me sonaban demasiado. Eran mis ojos. Entonces corrió hacia mí. Yo, casi por impulso me agaché, le abracé y lo alcé en brazos. Debía tener unos dos o tres años.

—Cariño despierta a papá anda. —Una voz dulce, melodiosa como el canto de un pajarillo, llegó desde lo más profundo del pasillo y de mi memoria.
—Papi ya está despierto. —Gritó el niño, con una voz casi tal dulce como la de su madre.

Comencé a andar hacia la cocina. Sabía donde estaba la cocina. Lo sabía, era mi casa. Aquel pasillo se hizo eterno, como si andara a cámara lenta.
Y al llegar, allí estaba, una mujer. Mi mujer. No demasiado alta, y con una cascada de pelo caoba callendo sobre sus hombros. Me daba la espalda.

—Hola cielo. ¿Has descansado? —Dijo sin mirarme, con un amor que me llenó de cabeza a pies e hizo que se me erizara el vello de la nuca. Como siempre.

Inhalé aire. Miré los ojos azules de mi hijo y abrí la boca para contestar.

Y entonces me desperté.

Estaba en mi cama de siempre, en mi cuarto de siempre. Me miré las manos y mostraba su habitual juventud.
Y entonces me di cuenta. Estaba solo. Solo había sido un sueño. Jamás sabría quién era aquella mujer perfecta. No sabría el nombre de mi hijo... aunque, pensándolo bien, solo era un sueño.

Solo espero que algún día ellos aparezcan, y poder sentir de nuevo tanta... tranquilidad.