lunes, 28 de octubre de 2013

Libro.

El mar está en calma y apenas se oye el rumor del agua contra el casco. La madera cruje a ratos por la humedad, la tripulación está en silencio, estamos demasiado lejos de la costa. Las aguas son profundas y oscuras debajo de nuestra nave, como un abismo que pugna por engullirnos.
Todos miramos a babor, a un costado del barco. Camino por cubierta y nadie habla, nadie se gira. Todos miramos la niebla que se acerca lentamente como el humo de una pipa. Maldición, me apetece fumar. Me tanteo la casaca hasta que encuentro mi pipa de marfil.

Fumo mientras el barco avanza a paso lento y la espesa niebla nos cubre como una madre que arropa a su hijo.
De pronto, un destello tras el tupido velo de nubes atrae mi atención. Un estruendo característico que trae el peligro llega hasta mí. Apenas me da tiempo a gritar cuando me lanzo boca bajo sobre la cubierta. Y todo queda oscuro.



 Abrí los ojos y allí estaba de nuevo. El olor a pólvora, sudor, barro y sangre plagaba la trinchera. A mi izquierda un soldado... no, un amigo, disparaba al vacío mientras yo recargaba mi arma. Las balas silbaban y restallaban a nuestro alrededor dispersando pequeñas nubes de tierra unos centímetros por encima de nuestros cascos. Gritos por doquier siembran el campo de batalla de una banda sonora tétrica y triste. Sobretodo triste.

Todos estábamos allí por un bien mayor, o eso decían. Me levanté rápidamente, para no darme tiempo para pensar, cuando de pronto vi aquel trozo de metal verde junto a mí. Una granada. Lo último que vi fue aquel destello de luz blanca.



La luz pasa de largo, cuando uno de aquellos coches negros me pasó casi rozando. Estúpido inútil. La gente no sabe conducir esos trastos. La calle está a oscuras y llueve. Puedo oír como una leve música jazz sale de un local cercano e inunda la acera hacia la que me dirijo. Me subo el cuello de la gabardina y me calo el sombrero hasta que me oculta la cara bajo la sombra que crea la luz de una farola.

El trabajo va a ser rápido. Rompo la puerta de una patada y subo con brío las escaleras, aunque sin prisa; no tiene donde ir. Cuando llego a su despacho me está esperando, con una sonrisa del que sabe lo que le espera. Le miro a los ojos, saco la pistola, y disparo. Lo siento amigo, no es nada personal.



Entonces respiro... y cierro el libro, valorando cada vez más la facilidad con la que unas cuantas palabras escritas en unas pocas hojas podía transportarme hasta todos esos mundos inalcanzables sin su ayuda.


Porque ese es el poder de un libro, su magia.
Dentro de sus páginas podemos ser quien queramos ser.