domingo, 12 de mayo de 2013

Tinta.

Creía que aquello me ayudaría, que me desahogaría. Era bastante tarde, o eso creo, porque en cuanto el sol desaparecía desaprendía a calcular las horas y las noches se convertían en un viaje a través de un túnel del que nunca parecía verse el final. No se oían coches ni personas, solo algún maullido lejano y las hojas vencidas por el viento, arrastradas por el asfalto.
El muro de mi balcón estaba frío, aunque había estado recibiendo la luz del sol durante toda la tarde. Escalofrío desagradable, como premonitorio de que algo malo iba a pasar, me recorrió la columna y decidí entrar. Ya había fumado bastante.
Mi cuarto estaba a oscuras, absorvido por la negrura. Casi me instaba a que cerrara los ojos e intentara dormir, pero sabía que eso no pasaría. Me dirigí a la mesa y encendí el flexo. La luz cálida me cegó un momento hasta que mis ojos se habituaron a la iluminación. Estaba envuelto en mi halo de luz naranja como una antorcha en mitad de una cueva. Me senté en mi silla. Estaba dura, era vieja y un poco incómoda, pero era mi silla. Ya la había hecho a mi cuerpo.

¿Y ahora qué?

No sabía qué hacer, como cada noche. Intenté leer un poco, pero hasta el olor de las páginas me resultaba amargo. Así que cerré el libro y lo aparté, intentando alejar aquellas palabras que no hacían sino recordarme mi odiada falta de inspiración.
Decidí enfrentarme a eso con decisión, casi me sorprendí de ello. Me agaché, cogí una hoja en blanco y me la puse delante. Alargué la mano y agarré el lápiz. Qué peso tan extraño fue el de aquel trozo de madera. ¿Tanto hacía que no sostenía uno? No lo recordaba y no me importaba.
La punta de carboncillo tembló durante un momento a unos milímetros del papel... y nada.
No salía nada.

Cerré los ojos, inspiré profundamente y rallé el papel como quien intenta rajar un viejo recuerdo.

 Me enfurecía. No sabía por qué. Antes era capaz de crear historias, darle vida a personas inventadas y ahora no salía nada.
Respiraba entrecortadamente, inmerso en mi propio enfado, cuando noté algo caliente en la mano. Algo viscoso. Me miré la mano. Sangre. Al llevármelo a la nariz para olisquearlo y verlo mejor me di cuenta de algo. No era sangre, lo había confundido con la poca luz, y supongo que por el cansancio; era tinta. Manaba a borbotones y poco a poco iba invadiendo mi escritorio como la lava de un volcán. Busqué la fuente nervioso. No había tintero derramado ni bolígrafo roto. Salía del papel.
Los rallajos que había hecho a la hoja se habían convertido en unas cicatrices profundas y de ellas brotaba ese líquido negro de olor fuerte. ¿Qué había pasado? No lo entendía.
Intenté inútilmente taponar aquella herida, pero nada servía cada vez había más y el suelo se teñía de negro. Cada vez salía más y el cuarto se inundaba más y más, hasta que la tinta me llegaba al cuello.
Todo aquel amor que yo sentía por un papel en blanco y ese olor característico se había vuelto contra mí... y ahora me ahogaba, hasta que lo vi todo negro...

Cuando abrí los ojos de nuevo allí estaban. Las tres rallas negras sobre el papel blanco. Y nada más.
Entonces lo entendí. No estaba falto de inspiración, sino que tenía tanto veneno y tanta negrura que luchaba por salir que se bloqueaban entre ellas al intentar escapar.

Decidí dejarlo, al menos por esa noche. No era noche para ahogarse con la propia inspiración.

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