lunes, 22 de octubre de 2012

Lluvia.

Aquella tarde llovía a mares. El asfalto brillaba con la luz de las farolas que se acababan de encender, comenzando a iluminar la calle en la penumbra que dejaba el atardecer. Me bajé del autobús en aquella parada al azar. Me había confundido de línea, y ahora estaba perdido en una zona de la ciudad que pocas veces había visitado. Abrí el paraguas esperando que aquellas nubes negras me dieran una tregua y no me castigaran con un agrio resfriado.
El bus se marchó, pasando delante mía, con la estela de una nube de humo que emanaba del tubo de escape. Mi reflejo en los cristales empañados que pasaban me devolvió la mirada y me vi, perdido y empapado, con un paraguas endeble que luchaba por mantenerme a salvo inútilmente.

Cuando desapareció el autobús la vi a ella. Allí estaba, de pie, en la acera de enfrente y con la lluvia anegando su cuerpo. Miraba al cielo, con los ojos cerrados, dejando que el agua le acariciara aquella cara de ángel.
Aun no se por qué, pero crucé la calle casi sin pensar. Sin mirar a los lados, hipnotizado, como atraído por un canto de sirena.

Llegué a su lado y me quedé observándola embelesado, esperando que me mirara, que repara en mi existencia. y aquel momento no llegaba. Le puse el paraguas encima quedándome yo bajo la lluvia, pero aun así ella continuó con la cabeza en alto, y los ojos cerrados. Una vez oculta a los parpados llorosos del cielo, me di cuenta de que las gotas de lluvia se mezclaban en su cara con el agua salada de sus lágrimas. Lloraba. Lloraba como nunca había visto llorar a nadie, totalmente serena, y mi propio cielo se derrumbó encima mía.

—Así vas a enfermar. —Le dije, sin esperar contestación. Ella se encogió de hombros, sin sorprenderse, como si desde el principio supiera que estaba allí.
—Un resfriado no me matará ¿no? —Contestó ella, con una voz tan angelical como su cara.
—Nunca se sabe, mejor prevenir que curar. —Le dije sin poder evitar sonreír, aunque sabía que no me veía.
Entonces bajó la cabeza y una cascada de pelo negro y completamente empapado le calló sobre los hombros y la espalda, y me miró con unos ojos del color de la miel y enrojecidos por el llanto, que me atravesaron de lado a lado.

—¿Puedo preguntar por qué lloras? —Le pregunté con sincero interés.
—Tarde, ya lo has preguntado. —Contestó ella sin una pizca de hostilidad y con indiferencia.

Y me habló. Me contó toda su historia, todo lo que le hacía feliz y todo lo que le hacía sufrir. Me habló como si yo hubiera estado en su vida siempre, como si  lo único que hubiera necesitado en su vida hubiera sido yo.
Entonces me enamoré de ella. Me enamoré como nunca me había enamorado de nadie. No me enamoré de sus ojos, o su pelo, o su cuerpo... me enamoré de ella, de su historia, de su sonrisa y de sus lágrimas. Y me dí cuenta de que sería capaz cualquier cosa por ella.

Me miró de nuevo fijamente tras un silencio. Se acercó soltando agua de sus zapatillas blancas, me quitó el paraguas de las manos, lo cerró con un movimiento y lo dejó caer en el charco bajo nosotros. Me sujetó la cara con las manos y me besó. El mundo desapareció de mi alrededor durante los segundos que su cálido beso me enmudeció.

Entonces me sonrió y sin más se fue.
Observé como se alejaba. Sin siquiera saber su nombre. Me dí cuenta de que no la conocía en absoluto, y sonreí mientras lloraba.

Ahora era yo quien miraba al cielo dejando que mis lágrimas se mezclaran con la lluvia, esperando mi autobús o a alguien que bajara de uno y que estuviera ahí para cubrirme a mí.

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