domingo, 14 de octubre de 2012

Enamoradizo

Aquella mañana llovía. Empujones como siempre. El autobús estaba a rebosar como cada mañana y la mezcla de sensaciones habitual flotaba en el ambiente. Las gotas que bajaban lentamente por los cristales creaban dibujos extraños en el vaho que dejaba el calor humano.
Crucé lentamente el estrecho pasillo entre los asientos, intentando no golpear a nadie con la mochila. La gorra me ocultaba parcialmente mis ojos, que como impulso se movieron, recorriendo todo el vehículo, observando todo lo que encontraban a su paso. Se detenían en pequeños detalles. Una pulsera plateada, el tecleo de un teléfono móvil, la música ahogada de unos auriculares como los míos... Sus ojos azules. Ahí estaban.
No me fijaba en detalles al azar. Aunque me negara a aceptarlo, mis ojos la buscaban. Como cada mañana, ahí estaba, sentada en el mismo sitio, con el mismo gorro de lana negro, y los mismos mechones rubios callendo a ambos lados de la cara. El mismo disco de Muse sonando a través de sus cascos.
La observé levemente durante unos segundos, casi como un ritual, hasta que ella me veía y volvía apartar su mirada hacia el cristal, sonriendo.

Mi mente casí funcionó por impulso. Pensé en qué le iba a decir. Me acercaría despacio, con decisión.
—Buenos días.
—Buenas.—Me contastaba ella, mirando aun hacia el cristal, con una voz dulce, como de sirena, aunque profunda como si viniera del fondo de una catedral .
—Perdona la pregunta así tan de sopetón, pero... ¿no te fascina como cada día, cientos... no, miles de personas, cogen el transporte público cada día y no se dirigen la palabra más que para pedir perdon o dar las gracias?
—Lo cierto es que no me lo había planteado. —Me contestaba ella mirándome por primera vez.
—Desconocidos se cruzan sin mirarse, sin intercambiar una sola palabra... ¿Por qué crees que es?
—No lo se, pero ¿a que me lo vas a decir tú? —Me diría ella creandose la primera barrera, aunque interesada sin remedio.
—Por miedo.
—¿Miedo? ¿A qué? —Ahí está. Una sonrisa. Completa atención.
—Vosotras, al ridículo. Nosotros, al fracaso, a la negativa.
—Pero si no lo intenta nadie, nadie se lleva un desengaño. —Respondía ella como si su argumento fuera lo suficientemente obvio como para que fuera irrebatible.
—No, porque el miedo es algo innato. La vergüenza o la negativa se tiene desde el principio de la incertidumbre, solo serviría para corroborar tus temores. En el peor de los casos, te quedarías igual.
—Y sin embargo tú te has acercado a hablar conmigo...
—Sí... ojalá lo hubiera hecho...

Un bache me sacó de mi ensimismamiento... de mi conversación imaginaria con aquella chica idílica que veía cada mañana. Al buscarla de nuevo desde mi sitio a tres filas de personas de distancia, allí estaba, a punto de bajarse, y lanzándome una última mirada.
Como cada día el autobús partió de su parada sin que le dirijiese una sola palabra...

Hasta la siguiente parada en la que allí se subió, como cada mañana, la chica pelirroja.

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