lunes, 25 de noviembre de 2013

Renacer.

No recordaba bien la noche anterior, solo sentimientos, niebla. Oscuridad. Y allí estaba, sentado en un muro de piedra con el frío rodeándome y calándome. El invierno había entrado hasta el alma. No me quejaba, el frío me gusta, me daba una excusa para taparme hasta las cejas y no tener que mirar a nadie.

Un muro gris en mitad del vacío. Las olas rompían contra él como un incesante golpeteo como el de un martillo contra un yunque y su susurro era el único sonido que me acompañaba. El mar y su inmensidad ofrecían algún consuelo; me hacían plantearme lo diminuto que soy. Lo diminutos que somos y lo diminuto que coinvierte eso a mis pensamientos. Lo sé, siempre he pensado demasiado.

Perdido en mi propia mente oí unos pasos a mi derecha, débiles, suaves, casi como los de un gato, pero no hice caso. El infinito parecía acercarse y perderse en la oscuridad donde se unían el cielo y el océano, cuando el sol comenzaba a desaparecer a mi espalda y las luces de la ciudad empezaban a cobrar vida. Una sombra me tapó por un momento el brillo de una farola recién encendida, me resistí a mirar pero mi curiosidad, como siempre, me hizo girar la cara y ví como una chica que no conocía se sentaba a mi lado. El pelo rojo como la sangre brillaba como el fuego a pesar de la poca luz. Sabía que no la conocía, pero me resultaba familiar. La sentía familiar.

Se sentó a mi lado, dejando caer las piernas, mirando al infinito, como yo un momento antes, pero con una leve sonrisa. No me miró. Volteé la cabeza de nuevo y seguí mirando el mismo punto fijo en el vacío.

—¿Por qué estás aquí? —Su voz era aguda y enérgica; aunque dulce y cariñosa.

—Me gustan las vistas. —Le contesté con la mirada perdida. Realmente no pretendía parecer antipático. De forma incosciente, inexplicable, agradecía a su compañía.

—Sabes que no me refiero a eso. —Dijo, y pude notarle la sonrisa aunque no la miraba.

—Supongo que necesito soledad. —

—Sigues haciéndote el tonto. —Chica lista. Me hizo sonreir.

—Sinceramente no lo sé. No sé qué estoy haciendo. No sé hacia donde voy. —Realmente no sabía si hablaba de algo metafísico o filosófico, pero no pude evitar contestarle eso.

—¿Si no lo sabes, por qué estás así? —

De nuevo me hizo sonreir. ¿Por qué estaba preguntándome aquello? ¿Por qué le estaba contestando? Una fuerza irrefrenable me impulsaba a hacerlo, a confiar en ella.

—Estoy cansado de pensar que todo tiene una dirección. Estoy cansado de no saber nada, de que solo me intenten convencer que mi vida está en el futuro sin vivir lo que hay aquí, ahora. Estoy cansado de estar solo, que nadie parezca tenerme en cuenta ni siquiera al final de todo, de todas las cosas. De que todo lo que hago parezca no llevar a ninguna parte. Estoy cansado...

Mientras hablaba de aquello, recuerdos de la noche anterior se amontonaban en mi mente. El frío, la soledad. La paz. La muerte... La noche anterior... no había sido un sueño. De verdad había querido acabar con mi vida.
Entonces sonreí. Sabía quién era ella y por qué estaba allí.

—Eres... la muerte... Has venido a por mí.

—¿Decepcionado? —Me preguntó.

—Te imaginaba más... temible. De ti podría enamorarme. —Sonreí ante mi propio comentario.

—Lo hiciste cielo, lo hiciste. Solo soy como aquello que deseas. Dime, ¿crees en el destino?

—No, no me gusta pensar que algo, que no soy yo, controle mi vida.

La chica sonrió cuando la miré y se levantó lentamente hasta ponerse de pie a mi lado. Se sacudió el polvo de la parte de atrás de sus vaqueros y me habló mirando al cielo.

—Me caes bien, pequeño. Es hora de volver a casa.

—¿No estoy muerto?

—Sólo si quieres.


Me desperté algo sobresaltado, aunque estaba tranquilo. En paz. Como en un nuevo nacimiento.
Solo sabía que aquella noche había soñado con la muerte.

Y la había amado, como sólo se puede amar a aquello que nos mata.

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