Cuando noto que el sueño amenaza de nuevo con no volver, después de
sueños acogedores que dolían más que si fueran pesadillas, una suave
brisa, fría como el hielo, me hace acudir a la ventana entreabierta
arrastrando los pies y con mi mente flotando como si fuera un fantasma.
El
sonido de las gotas de agua que me atrae como a un niño el de la
música del flautista de Hamelín, resuenan en toda la habitación y casi sin pensar me enciendo un
cigarro. Al mismo tiempo que noto como el humo me raspa la garganta
siento que la leve llovizna me acaricia la mano en la que tengo el
cigarrillo, y sonrío. Sonrío con la tristeza de alguien que espera que
la lluvia limpie las penas.
Me acuerdo de los ojos. Aquellos ojos por los
que miraba a través de una profundidad propia. Ojos que hicieron añicos
mi barrera mental. Algo que no esperaba, y que hizo que mi mente se
separa de mi cuerpo durante horas.
El tiempo pasa y ese semáforo que tantas veces ha simulado tardar horas en abrirme paso,
ahora parecía cambiar a cada minuto. Los coches pasan a cuentagotas bajo
mi ventana y solo pienso, entretanto que veo como la ciudad duerme.
Cuando
solo queda la colilla entre los dedos, miro al cielo y mientras la
lluvia moja mi cara como si llorara con las lágrimas que yo no dejaba
salir, veo entre un hueco de las nubes rojizas una estrella que parece
darme las buenas noches.
Al tumbarme en la cama de nuevo el nudo
en el estómago aun no había desaparecido y oigo como la lluvia golpea
los cristales con una fuerza que parecía haber estado reservando para
cuando yo me hubiese quitado de su amparo, y pienso… "Llora, llora por
todos nosotros."
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