La música del gramófono flotaba por el local como el hielo de mi whiskey, y la dulce melodía del saxofón de Coleman Hawkins llegaba a todas las esquinas enmudeciendo en parte las conversaciones de otros que como yo acudían a aquel lugar a olvidar un poco el ayer, aparcar por una hora el hoy y pensar en que importa poco el mañana.
Escudando miradas bajo una gabardina y un sombrero de fieltro y entre humos de cigarro me engañaba en parte a mi mismo pensando que cualquiera de aquellos pobres ilusos compartía algo conmigo.
Mientras saboreaba una de esas caladas en las que cierras los ojos pensando en que no puede existir nada mejor que el hecho de que te importe tan poco tu propia vida como para disfrutar con algo que te mata por dentro, el tintineo de la campanilla de la entrada me despertó de mi ensoñación.
No solía prestar atención a otros que entraban o salían, me interesaba poco. Pero un embriagador perfume llegó volando acompasando el sonido de los tacones de aquella mujer.
Allí estaba ella de nuevo. Aquellos ojos ambarinos miraban a través de mí, casi tan profundo como solo podía hacerlo uno mismo, aunque apenas me viera allí sentado auto compadeciéndome de que nada podría cambiar. Su pelo casi del color del otoño y casi liso brillaba como el cobre a la débil luz de los farolillos que colgaban de las paredes estampadas en burdeos.
Era una chica hermosa, que no pasaba inadvertida para muchos… pero a mí me había hipnotizado… me había enamorado.
Ya no recuerdo cuantas noches me pasaba observándola entre niebla de tabaco que despedían mis pulmones calada tras calada. Todo aquello casi se saboreaba como un ritual.
Cada día llegaba solo, me sentaba en un lado de la barra y le pedía al chico de todas las noches mi whiskey doble, encendía un cigarro y unos diez minutos después que se me antojaban eternos, aparecía ella para dedicarme una sonrisa como si me conociera y que yo guardaba en mi memoria, sin cuerda y oxidada, como un tesoro.
Cuanto más bebía de mi copa, más me invadía esa sensación de que a la media noche todo desaparecería y volvería de nuevo mi vida real a buscarme.
Cuando apenas quedaba el charco helado de los cubitos de hielo al fondo del vaso me despedía del camarero como si me despidiera de mi propia ensoñación. Me dirigía hacia la chica, como cada noche, dispuesto a no decirle una palabra en absoluto. No era miedo lo que lo evitaba, sino la seguridad de que, por mucho que a mí me hubiera gustado lo contrario, ella formaba parte de mi fantasía, mía, solo mía.
Mis zapatos de charol chirriaban y conducían mis pasos hacia ella, mientras la miraba a los ojos, le sonría… y pasaba de largo…
…completamente seguro, de que la próxima noche volvería a ver su cara de ángel.